Amaia EREÑAGA
PERFIL

La gran tapada de la vanguardia vasca

Con Isabel Baquedano (Mendabia, 1929-Madrid, 2018) sucede que no sirven las frases hechas. Mujer avanzada e independiente en una época en la que serlo no era fácil, situada en los márgenes del mundo más público del arte –museos, ferias…–, esta artista es la gran desconocida de la tan masculinizada vanguardia vasca del siglo XX, aunque fuese la gran apuesta de Oteiza para liderar la de Nafarroa. Descubrirla es encontrar a una artista volcada en una búsqueda artística propia y con una producción sorprendente, muy hacia dentro. Una creadora incluso, por qué no, a reivindicar.

Isabel Baquedano pintó toda su extensa vida, con versiones y nuevas versiones de sus obsesiones, y creó una extensa obra que ha estado o escondida en su estudio o en manos de un escogido grupo de coleccionistas particulares. Fue también una mujer independiente que rompió la norma social imperante al trabajar desde muy joven, que ni se casó ni tuvo hijos, y que vivió y plasmó el amor y el desamor de forma intensa, silenciosamente desgarradora. Pintora espiritual al final de su vida, vanguardista en la búsqueda y con una obra de madurez en la que exploró la religiosidad con un misticismo muy terrenal... esto y mucho más es Isabel Baquedano, una mujer prácticamente desconocida para el gran público hasta ahora, cuando la ha recuperado la retrospectiva titulada “De la belleza y lo sagrado” del Museo Bellas Artes de Bilbo, con la colaboración del Museo de Navarra y el Museo de la Universidad de Navarra.

Un volcán calmado

«Daba la sensación de que tenía dentro un volcán, pero hacia fuera lo controlaba», dice la artista vizcaina Gentz del Valle en el catálogo de quien fue su profesora en la Escuela de Artes y Oficios en Iruñea. Todo hacia dentro. Como los personajes de sus autorretratos, Isabel Baquedano da la espalda al público, pero no solo para ocultarse –que también– sino para que mire hacia donde ella dirige su mirada. Dedicada a su arte, ensimismada en él, pintó hasta casi los 90 años, al margen del mercado y de los reconocimientos.

«A efectos reales es tan trabajadora como Nestor Basterretxea, otro artista que trabajó hasta el final y que, cuando no podía esculpir, cogía papel y tijeras. Baquedano es el mismo caso. Ella no deja discípulos como tal, pero es una mujer que influye muchísimo a través de la enseñanza. Hablamos de Oteiza y demás, pero la de Baquedano es una influencia muy larga en Iruñea, que llega a una comunidad de alumnos que abarca a varias generaciones. Es una persona que no cierra; por contra, abre caminos y eso es importante. Y eso no ocurre siempre con los maestros masculinos».

Quien habla es la historiadora Miriam Alzuri. Especializada en Vicente Amestoy, Alzuri es coautora de la selección y la recuperación de la obra de Baquedano junto al escultor Ángel Bados, amigo personal de la artista navarra. Todo empezó con un proyecto del director del museo bilbaino, Miguel Zugaza. Quería mostrar una selección de la obra más reciente de una artista a la que siempre había seguido. Que conste: una artista de 89 años y en activo, que no quería retrospectivas ni historias. «Habíamos conseguido que no dijera que no, pero de pronto falleció de forma inesperada».

Había que cambiar el enfoque. «No es una artista que tenga obras en instituciones públicas; de hecho, está muy mal representada en el Museo Reina Sofía con una pintura, algunas cosas en Navarra y casi para de contar. La opción más sensata era bucear en las colecciones privadas. Los artistas y los críticos más importantes tienen mucha obra suya, porque el que tiene pintura colecciona a Isabel Baquedano».

Investigaron entonces entre los familiares, en colecciones hasta insospechadas –«no puedo dar nombres, pero muy extrañas»– y en el estudio de la artista: «Apareció un producción ingente, desconocida y maravillosa, a veces en regular estado de conservación».

De la mesa a la estación

De la vida de Isabel Baquedano, a grosso modo, se pueden perfilar varias épocas. Una inicial, de realismo social o que más bien se podría definir como realismo cotidiano –«empecé pintando neveras. Me parecían misteriosas y desagradables, como ‘morgues’ pequeñitas, ofreciendo todo su cargamento de carnes muertas, de verduras congeladas», declaró en una de las pocas entrevistas que se pueden encontrar– y un periodo en el que la crítica, tan misógina con las artistas femeninas, resaltaba sin embargo su trabajo. Le siguieron unos años, hasta finales de los 70, muy activos, en los que la prensa la destacaba como el “alma” del movimiento denominado Escuela de Pamplona, un grupo de pintores figurativos entre los que se encontraban Juanjo Aquerreta, Pedro Osés o Xavier Morrás. También era la representante en Nafarroa de aquel frustrado grupo Danok de la Escuela Vasca, un intento, finalmente no culminado, de aglutinar en un grupo de vanguardia a los artistas navarros, a la manera Gaur en Gipuzkoa, Emen en Bizkaia y Orain en Araba.

Posiblemente, el cuadro más conocido de Isabel Baquedano sea “Estación de autobuses” (1978). Un autorretrato que simboliza su primera época de madurez en el que se le ve en actitud de solitaria despedida, en la antigua estación de Yanguas y Miranda, calle en donde vivió gran parte de su vida. Es un adiós triste, en un lugar repleto y a la vez vacío del ruido y los gases de los motores. Otro fundamental es “Mesa” (1979), un bodegón de la colección del museo bilbaino.

Es, claramente, una imagen de ruptura amorosa, no en vano han descubierto la fotografía base. Porque, como otros pintores, Baquedano trabajaba mucho a partir de fotos. Curiosamente, es una mesa para un solitario comensal, aunque en la fotografía se ve un comedor lleno y con una figura de mujer. La tomó en el comedor del Hotel Internacional de Canfranc, en Huesca, en uno de los viajes que hizo con su pareja. Luego, la fue vaciando.

¿Qué pasó para que desapareciera del mapa? «Son unos años malos, en lo personal y también en la pintura. El mundo enloqueció un poco; empezaron a pintar en formatos grandes, llegó el mundo de Arco y había que vender. Ella se descolocó», explica Alzuri. El que se encontrase fuera del mercado coincidió con la aparición de los museos de arte contemporáneo en el Estado español. Sencillo: «Ella ya no está en el sistema y, entonces, no se le compra». Aún así siguió pintando hasta el límite, con un viraje sorprendente al final de su vida en forma de una abundante serie de temas religiosos. Porque, a raíz de una curación de una grave enfermedad que ella atribuía a la virgen del Carmen –siempre fue muy religiosa, aunque a su manera– hizo una relectura, desde su particular punto de vista, de la Biblia. Trastocándola, claro; mirándola de otra forma.