Victor ESQUIROL
TEMPLOS CINÉFILOS

Fantasía desbordante

Hay que tener siempre cuidado con lo que se desea. En los últimos años, suspirábamos continuamente por una Berlinale que se pudiera justificar a través de sus películas. Pedíamos películas que importaran, ya fuera por la destreza a la hora de abordar sus temáticas; ya fuera por el despliegue de recursos con el que iban a presentarse.

Pues bien, llegó Carlo Chatrian y su equipo, se pusieron manos a la obra y revirtieron la situación. Nos reencontramos con una sensación que en Berlín dábamos por perdida desde hacía tiempo: el empacho cinéfilo, esa gloriosa angustia consistente en saber que va a ser imposible llegar a todo; que ninguna sección va a concedernos tregua.

Y de momento, así está siendo. Por ejemplo, ayer la definición de “festival” cobró –escandaloso– sentido con una jornada redonda, en la que ninguno de los autores convocados falló. Al revés, es que a nadie se le ocurrió bajar de la excelencia y, claro, al final dolían las manos de tanto aplaudir, y el cerebro de tanto estar estimulado. Todo empezó en el Fuera de Concurso, con Matteo Garrone.

El maestro italiano presentó su “Pinocho”, deslumbrante adaptación del legendario cuento concebido por Carlo Collodi. Una película en la que la etiqueta de “superproducción” no sirvió como excusa para perder el contacto con la realidad. Y esto que la fantasía, como tenía que ser, se apoderó de cada escena.

En la era de las life-action de Disney (es decir, cuando parece que todo clásico animado tenga que tener su eco en imagen “real”), Garrone dejó prácticamente de lado los efectos digitales, y los suplió con una magia que ningún ordenador puede emular. A la mente vino Terry Gilliam y, por supuesto, Federico Fellini. Este era el nivel. Fue una aventura formidable, tanto en el plano visual como en el emocional; un camino iniciático en el que un muñeco de madera aprendió a ser niño... y en el que nosotros volvimos a abrazar al niño que llevamos dentro.

Pero como ya ha dicho, el espectáculo siguió en la Competición. El alemán Christian Petzold nos trajo “Undine”, una historia de romances malditos sencillamente impecable. A una chica le dejó un chico y, al rato, conoció a otro del que se enamoró perdidamente. A nosotros nos pasó lo mismo con lo que estábamos viendo. Fue la gloria de un cineasta instalado en la plenitud: el hombre hizo lo que quiso con los elementos, y nos ahogó, muy agridulcemente, en ellos. Porque exactamente así opera la mágica y misteriosa fuerza del amor. Parecía que solo nos quedaba llorar.

Pero no, por si todo esto fuera poco, a los brasileños Marco Dutra y Caetano Gotardo se les ocurrió presentar “Todos os mortos”, extraño drama coral ambientado en el Sao Paulo de finales del siglo XIX. A ratos, se respiró el aire viciado de esos culebrones de sobremesa. Esta era precisamente la intención: encerrarnos, a través de una filmación exquisita, en los cargadísimos ambientes donde se fragua (aunque al principio no nos demos cuenta) la identidad colectiva. Y así quedó expuesta el alma de Brasil, ni más ni menos. Suena a invención, suena a fantasía, pero de verdad que fue así.