GARA
BEIRUT

La explosión de Beirut deja al desnudo al Estado libanés

En la zona de copas de Beirut, cientos de libaneses han cambiado la cerveza por los útiles de rescate y limpieza, sin esperar a un Estado que ha vuelto a demostrar su ineptitud con la explosión de productos altamente inflamables abandonados. «¿Estado, qué Estado?, se indigna Melissa Fadlallah mientras retira los escombros de la concurrida Rue Mar Mijael.

En este barrio de viejos edificios tradicionales, situado cerca del puerto de Beirut, las fachadas y las vitrinas saltaron en pedazos por la explosión de 2.750 toneladas de nitrato de amotino almacenado durante seis años en un hangar.

Acostumbrados durante decenios a unos servicios públicos desastrosos, a cortes de electricidad diarios y a una gestion nefasta de las basuras, los libaneses se han implicado en una vasta campaña de solidaridad.

Guantes de goma y mascarilla en la cara, Fadlallah lanza con rabia un trozo de vidrio del tamaño de su brazo contra el edificio que alberga la sede de Electricidad de Líbano, símbolo de la desidia oficial en el País de los Cedros.

«Para mí, este Estado es un vertedero, y, en nombre de las víctimas de la explosión, el vertedero que las ha matado será siempre un vertedero».

La explosión ha exacerbado la cólera de los libaneses que salen a la calle desde octubre de 2019 para exigir que se vayan a los políticos, acusados de corrupción e incompetencia.

«¿Dónde están ahora?»

«Llevamos nueve meses intentando arreglar este país», deplora esta joden. «Si tuviéramos un verdadero Estado, este estaría en la calle desde el primer momento retirando los escombros. ¿Dónde están?», se indigna.

Delante de inmuebles semiderruidos, decenas de jóvenes voluntarios trabajan a destajo. Otros suben las destrozadas escaleras para ofrecer cobijo a los vecinos que ven cómo sus casas han quedado inhabitables, unos 300.000 según cifras oficiales

«No tenemos un Estado que tome esas medidas, por lo que debemos hacerlo por nuestra cuenta», coincide Hossam Abou Nasr, 30 años.

En unas horas han instalado mesas de plástico donde ofrecen botellas de agua, sandwiches y aperitivos. «Yo no puedo ayudar con los escombros, pero traigo chocolate y apoyo moral», asegura Rita Ferzle, 26 años.

Ayuntamientos de todo el país ofrecen alojamiento para los sin techo. El patriarcado maronita (cristiano) les abrirá sus monasterios y escuelas religiosas como refugio.

En las redes sociales no pocos ofrecen sus servicios para reparar gratis puertas y ventanas y para apuntalar muros.

Uno de ellos, Abdo Amer, fabricante de ventanas, ha recibido 7.000 peticiones en un solo día y no da abasto.

Pero no espera nada de las instituciones. «¿Acaso crees que el Estado se va a hacer cargo?», pregunta con ironía.

«Ahí están todos sentados en su casa con aire acondicionado mientras la gente cae rendida entre los escombros», denuncia Mohamed Souyour, 30 años y escoba en mano.

«Lo último que les preocupa (a los políticos) es este país y sus habitantes», sentencia, para concluir que vamos a relanzar las protestas. «No podemos más. Ya es suficiente. Es todo el sistema el que tiene que caer. No puede quedar ni uno solo».