EDITORIALA
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Morir en la cárcel, a fuego lento y sin testigos

El lohizundarra Xistor Haranburu de haber sido detenido y encarcelado en el Estado español estaría en libertad. Sus compañeros Jakes Esnal y Ion Kepa Parot, también. Sencillamente habrían llegado al máximo de cumplimiento de la pena. Sin embargo, tras 30 años de cárcel, el fiscal general de la corte de apelación del Tribunal de Aplicación de Penas, con una frase reveladora, ha cerrado toda posibilidad a la libertad de Haranburu: «presenten las veces que presenten la demanda de libertad condicional, mientras siga siendo fiscal la echaré para atrás». Unas palabras inaceptables, contrarias al derecho de acceso y tratamiento individualizado de la Justicia, de una falta de humanidad aterradora. Fueron la confirmación de un macabro afán: dejar morir a esos presos vascos en la cárcel, fuera del alcance de la mirada públicas, a fuego lento y sin testigos.

Al margen del recorrido legal que tenga el recurso que la abogada de Haranburu ya ha anunciado, y los tecnicismos jurídicos que evitan abordar el fondo de la cuestión y se alargan en el tiempo, el caso de este preso vasco de 69 años resulta estremecedor. Los argumentos de derecho y la evidencia de una mínima humanidad brillan por su ausencia para poner en escena una muerte discreta. Para los poderes públicos y la sección antiterrorista de la Justicia francesa, la gravedad de los hechos hace que la pena deba guardar todo su sentido y efectividad en la duración del tiempo. Cruelmente, con una cerrazón implacable, se niegan a adaptarla ante las nuevas realidades como evolución sociopolítica de Ipar Euskal Herria y la demanda mayoritaria de sus representantes.

Este caso deja un pregunta que golpea como un mazo en la conciencia colectiva del país: ¿los presos vascos deben cumplir sus condenas en la cárcel hasta que mueran? En París, Madrid o Bruselas, pueblo a pueblo, con los medios necesarios, Euskal Herria debe responder, decir «no». Es momento de acción, con radicalidad.