El documental “Una luz en la oscuridad” (2020) se agarra como tabla de salvación al convencimiento de que si se empieza por la educación todavía estamos a tiempo de cambiar las cosas en el mundo. Pero, como ciudadano de a pie escéptico a carta cabal, pienso que si la enseñanza sigue siendo la eterna asignatura pendiente de los países desarrollados, en los que están en vías de desarrollo todo ese recorrido se pierde aún más si cabe en pos de un futuro hipotecado económica y culturalmente. Quiero decir con esto que me quedo con la parte de denuncia política y social presente en la película, pero no tanto con su discurso de ONG en los foros internacionales como la ONU. Ya me cuesta creer en la figura de la activista mediática adolescente a lo Greta Thunberg, como para asumir la existencia operativa de toda una familia de activistas. El padre dirige, guioniza, fotografía y monta; la madre produce; y la hija hace de conductora del audiovisual ante la cámara.

A mi modo de ver, el documental de Pascal Plisson “Camino a la escuela” (2013) era más concreto y me llegaba mejor como espectador, mientras que el del clan Borrell Fijo quiere abarcar demasiados ámbitos educacionales sin ofrecer soluciones prácticas. Aquí la dificultad que supone en países tercermundistas el simple hecho de desplazarse a muchos kilómetros, sin medios de transporte, para ir a la escuela, es uno de los muchos aspectos que se tratan muy por encima. Solo el tema de los abusos que se cometen en África contra las alumnas y sus madres ya es lo suficientemente grave y complejo como para dedicarle todo el metraje.

Creo que la mayoría estaremos de acuerdo en el ideario de Vicente Ferrer, cuya experiencia le hizo llegar a la conclusión de que es mejor enseñar a pescar que donar peces a la gente hambrienta. Me imagino que primero habrá que formar al profesorado debidamente remunerado en el respeto a la infancia.