El laboratorio de ideas de los países industrializados ha vuelto a poner sobre la mesa la necesidad de realizar cambios en los tributos para reducir la creciente desigualdad y al mismo tiempo aumentar la recaudación y equilibrar ingresos y gastos públicos que, tras la pandemia, será una de las principales preocupaciones de la mayoría de los gobiernos. Esta vez la OCDE ha fijado su atención en el impuesto sobre sucesiones que grava las herencias y las donaciones. Este organismo apunta que esta figura tributaria recauda muy poco, de media el 0,5% del total de los ingresos públicos, y solamente en cuatro países supera el 1%, con lo que existe margen para aumentar la capacidad de recaudación con un diseño adecuado.

La OCDE apunta dos razones fundamentales para reivindicar este impuesto. Por un lado, está la creciente desigualdad que se produce como consecuencia de la liberalización de las relaciones económicas. Nadie duda ya de que la extensión de las relaciones laborales precarias y el debilitamiento de los sistemas de protección social, a causa de las políticas de austeridad, favorece la concentración de la riqueza. La OCDE cada vez ve más claro que esa exuberante concentración de riqueza, además de aumentar la desigualdad social, impide que la economía alcance todo su potencial productivo y cree más riqueza y empleo. Por otro lado, el factor demográfico agravará esa creciente desigualdad. A medida que la numerosa generación del baby boom vaya desapareciendo trasvasará su patrimonio a las siguientes cohortes, que al ser mucho más pequeñas, acumularán una mayor riqueza en menos manos.

La victoria de las ideas neoliberales ha sido de tal calibre y la explotación de la riqueza de semejante envergadura que está empezando a socavar gravemente las bases que el capitalismo necesita para reproducirse. Ningún organismo internacional lo formula así, pero esa es la preocupación que subyace a todas estas propuestas para mejorar los sistemas de impuestos y promover políticas redistributivas: evitar morir de éxito.