Conduciendo por la carretera de la vida

Ahora sí que sí. Superado el ecuador de esta 74ª edición del Festival de Cannes, ya no hay posible vuelta atrás. Cada vez falta menos para llegar a la ceremonia de clausura, y todavía quedan muchos grandes títulos en la recámara. No hay tiempo que perder, no hay descanso posible. Porque al final, claro, las cuentas tienen que cuadrar, y esto no sucederá, a no ser que avancemos a un ritmo de dos o tres grandes películas al día.
En Cannes, ya se ve, no existe lo «inasumible». No puede. Y nosotros apenas pudimos respirar entre sesión y sesión: una locura. Empezó todo con una de las propuestas más esperadas este año en la Croisette. La reputada directora parisina Mia Mia Hansen-Løve se estrenaba por fin en la competición por la Palma de Oro, después de haber dejado huella, con sus anteriores trabajos, en plazas tan prestigiosas como Zinemaldia (“Eden”), la Berlinale (“El porvenir”) o Locarno (“Un amour de jeunesse”).
Ahora era el turno de “La isla de Bergman”, meta-ficción en la que una historia vivía dentro de otra... y en la que todo olía a auto-biografía. Una pareja de cineastas (Vicky Krieps como más –que– probable alter ego de la propia Mia Hansen-Løve; Tim Roth como reflejo de quien fuera media naranja de esta, Olivier Assayas) se dirigía a la isla de Fårö, en Suecia, enclave de culto cinéfilo, pues el espíritu de Ingmar Bergman está ahí asentado.
El motivo del viaje respondía a una serie de compromisos de él, y a la necesidad de ella de empaparse de estímulos (intelectuales, emocionales, espirituales) para salir de un bloqueo creativo. Transcurrió todo con el agrado, la ligereza y, en definitiva, el sentido del capricho que caracterizan al cine del privilegio. En cierto sentido, lo mismo hubiera dado que detrás de las cámaras hubiera estado, por ejemplo, Sofia Coppola. Burgueses y burguesas con problemas del primerísimo mundo; con sus cosas, y a vueltas con la verdad y la mentira. A años luz del mundo real, vaya. Ideal para evadirse, no tanto para conectar su dimensión humana.
Pero, cuidado, superado el título más mediáticamente llamativo, llegaron otros dos, sendas obras maestras sobre la circulación por la siempre imprevisible carretera de la vida. Ahora estábamos en compañía de Nanni Moretti. El veterano cineasta italiano trajo “Tres pisos”, adaptación de la novela homónima de Eshkol Nevo; drama coral sobre los baches que marcan nuestra existencia.
De lo que se trataba aquí era de poner la cámara en el interior de tres apartamentos de una misma escalera. Tres familias en tres pisos distintos: una decena de personajes fueron cruzando sus respectivos caminos a lo largo de dos horas en las que quedó claro que la vida nunca se detiene. Tirando de elipsis y procurando que ninguna de sus secuencias se alargara más de lo debido: al principio se impuso la fogosidad y la pasionalidad marca de la casa.
Era todo tremendo, de verdad, casi como en una telenovela (pues nadie, absolutamente ningún personaje se quedó sin su ración personal de tragedia griega), pero es que esta era precisamente la intención. Empapar la(s) trama(s) del caos y la crueldad con los que muchas veces nos llegan esas noticias que lo cambian todo. Pero, en realidad, la intención era la de seguir avanzando, a pesar de todo; la de ir entendiendo mejor a los compañeros de viaje. Moretti en esplendorosa madurez: primando el perdón al ajuste de cuentas; la calma a la –legítima– rabia. Una salvación.
Pero todavía faltaba lo mejor. El japonés Ryûsuke Hamaguchi presentó “Drive My Car”, adaptación de Haruki Murakami (y con Antón Chéjov de telón de fondo) traducida en una obra redonda. Perfecta, se podría decir. Volvimos a ese gran río vital, a una carretera por la que circulaba un coche llevado por el mejor conductor. Pulcro, educado, considerado, atento... y, además, tocado por esa inspiración que es patrimonio de los grandes artistas. Fue una película marcada por el dolor (de la duda, de la pérdida), pero también iluminada por la esperanza. Guiada siempre por la fe en la verdad humana. Un milagro artístico.

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