Víctor ESQUIROL
SECCIÓN OFICIAL

LA JOVENCÍSIMA VOZ DE LA EXPERIENCIA

ZINEMALDIA VA CERRANDO EL CURSO COMO CABÍA ESPERAR: CON UNA TRACA FINAL AL NIVEL DE ESTA ESPECTACULAR 69ª EDICIÓN. PRIMERO, PACO PLAZA (EN SOCIEDAD CON CARLOS VERMUT) NOS ACERCA AL TERROR DE LA VEJEZ CON “LA ABUELA”. DESPUÉS JONÁS TRUEBA MUESTRA “QUIÉN LO IMPIDE”, UNA OBRA MAESTRA QUE NUNCA TERMINA.

Esto ya casi está. Parecía que no, pero al final llegaremos, excepto catástrofe de última hora, a ese punto casi-salvador en el que ya podamos contar las horas para volver a casa. Hay muchas ganas de esto, por supuesto, pero no porque Zinemaldia se esté portando mal, sino justamente por lo contrario. En 2021, el supuesto año de la recuperación después del batacazo pandémico, seguimos mirando el futuro como ese horizonte emborronado. Como ese panorama que anuncia tormenta. Al cine, por supuesto, le sucede lo mismo: su industria se encuentra en un punto de inflexión, o directamente en un impasse.

Pero los grandes festivales también están aquí para esto: para indicarnos rutas alternativas; para confortarnos en el convencimiento de que hay otras soluciones. Recordarnos que después de la tempestad, puede salir el sol. En Donostia, por cierto, después de muchas jornadas de chubascos más o menos intensos, hemos visto por fin el azul del cielo. Y no ha aparecido casualidad. Se confirma con ello, una vez más, la máxima festivalera: cuando las películas acompañan, todo lo demás parece fácil. Y en efecto.

Cuando más justos vamos de fuerzas, va la organización y se saca de la chistera un programa doble que, a priori, parece una broma de mal gusto. Primero, a las 19.30 vamos a estar en compañía de la sociedad compuesta por el director Paco Plaza y el aquí guionista Carlos Vermut, dos fanáticos confesos del terror. Después, con apenas veinte minutos para ir del Teatro Principal a los Cines Príncipe, le llegará el turno a Jonás Trueba, quien después de cinco años, parece que por fin tiene listo su nuevo largometraje. «Larguísimometraje», si se me permite, pues “Quién lo impide”, que así se titula la criatura, dura casi 4 horas. O para ser exactos, ni más ni menos que 220 minutos. La segunda sesión empieza a las 21.15, por cierto y, por supuesto, me niego a hacer el cálculo de a qué hora (o en qué día) vamos a salir de la cine. En estos momentos críticos, ya se sabe, cualquier mala noticia puede implicar la debacle; el desmorone definitivo.

Pero no, como decía, Zinemaldia nos toma de nuevo bajo su manto protector, y nos lleva en volandas por un viaje alucinante que, cuando hemos querido darnos cuenta, resulta que nos ha estimulado, o sea, que nos ha dejado con muchas más energías que las que teníamos al entrar en la sala de cine (milagros que solo pueden obrar esas grandes películas). Pero no solo esto: resulta que entre una propuesta y la otra, se ha trazado un electrizante recorrido vital por todos esos momentos destinados a marcar nuestra existencia. Empezamos, pues.

 Miedo a la vejez

Al principio nos reencontramos con Paco Plaza, cuyo impresionante curriculum como director cuenta con títulos como las tres primeras entregas de la saga “[REC]” o “Verónica”. Hay quien diría que son antecedentes suficientes como para que la propuesta no nos pille por sorpresa. Pero no, ni así. Ahora, con “La abuela”, el terror se viste con uno de los disfraces más efectivos: el de esos miedos que nos llaman a todos. Porque todos, en mayor o menor medida, tememos a la muerte; más aún a esa etapa vital que podemos interpretar como su paso previo.

A partir de un inquietante juego de espejos, la juvenil cara de Almudena Amor termina en el cuerpo de la octogenaria Vera Valdez, porque esto es cine, y una imagen, efectivamente, vale más que mil palabras. Sin la necesidad de abrir la boca, “La abuela” nos mete de lleno, y en un abrir y cerrar de ojos, en la atmósfera malsana de un cuento que disfruta poniéndonos frente a aquellos escenarios en los que no queremos ni pensar. Por miedo a no dormir por la noche; por miedo a que si les damos demasiadas vueltas, a lo mejor se van a materializar... y nos van a atrapar.

La nieta está en París, esperando ese momento en que su carrera como modelo despegue definitivamente. Y, cuando parece que esto va a suceder, recibe esa llamada del hospital que ni osaba imaginarse. Resulta que su abuela (su única familiar viva) ha sufrido un derrame, y va a necesitar que alguien la cuide. A la joven no le queda otra que ligar su vida a la de la anciana. Paco Plaza declara luego en rueda de prensa que quería hacer una película de posesiones, pero con la vejez como figura demoníaca. Y sí, “La abuela” plasma perfectamente tan escalofriante punto de partida.

Lo hace como le gusta a su director: concentrando casi toda la acción en un solo espacio (a saber, un vetusto piso de Madrid); invocando imágenes tan sugerentes como perturbadoras. Terror que no precisa de sustos fáciles; terror del bueno, de ese que cala por las malas vibraciones con las que se rodea; porque en la pantalla vemos a Almudena Amor pasándolo fatal... pero en el fondo tememos vernos a nosotros en su piel, en esa «ropa» empeñada en recordarnos el –poco– tiempo que nos queda en este mundo.

 Fe en la juventud

Y abandonamos corriendo el cine, con ese –glorioso– mal rollo que parece que ya nunca nadie nos va a quitar de encima. Pero no, de nuevo nos equivocamos; Zinemaldia vuelve a llevar la razón. Porque cuando parecía que tocaba irse preparando para clausurar el festival, va la Sección Oficial y sorprende con la mejor película de este concurso por la Concha de Oro. Se trata de “Quién lo impide”, una película (o mejor dicho, una «experiencia vital») que también puede contarse entre las mejores noticias que el séptimo arte nos habrá dado en esta temporada.

Y dura casi cuatro horas, sí... pero la lástima es que no dure más. Podría hacerlo, de hecho, porque su cuerpo, como el de sus jóvenes protagonistas, parece que está inmerso en un proceso de crecimiento imparable. Está la sospecha de que en estos 220 minutos que Jonás Trueba nos ha tenido en una sala de cine, a lo mejor le habrá dado tiempo para remontar una película que pide ser re-montada, según cómo sople viento.

Así de vivo, así de luminoso se nos muestra también el cine: como una máquina que no para de generar, de manera imprevisible (ajena a nuestro control, vaya) esos pequeños-grandes momentos que tan bien plasman los mejores años de nuestra vida: los de los descubrimientos. ¿Y qué es lo que descubrimos, exactamente? Pues todo: desde los placeres que repercuten única y exclusivamente a nuestro ser, a las revelaciones que deben ayudarnos a avanzar como sociedad.

Esta película-mosaico, hecha a partir de las vivencias acumuladas durante cinco años por un grupo de estudiantes de 4º de ESO y 1º de Bachillerato, a veces se comporta como un documental; a veces reacciona como la más afectada de las ficciones. Como si su sala de mandos estuviera controlada por quienes se sitúan delante de la cámara. Esta da fe de las inquietudes de los chavales, y de sus dudas, pero también de sus convicciones; de los motivos que les empujan a plantarse y a levantar la voz. Jonás Trueba, en perfecta sintonía con unos actores a los que llama «amigos», conduce y guía, pero también atiende a las razones que le exponen, porque sabe que mientras ellos aprenden a relacionarse con el mundo (y con el propio acto cinematográfico), él y nosotros podemos aprender de su experiencia.

Y así, mirando a quien mira al futuro, “Quién lo impide” insufla vida a la sala de cine. La limpia del mal karma y la convierte en una especie de patio de recreo. De repente, la pantalla nos da cinco minutos de descanso. Es uno de los intermedios integrados en el montaje final (aunque no necesariamente definitivo), cuyo propósito parece ser el de otorgarnos a nosotros, espectadores, la misma libertad con la que se mueve la troupe de la película. Y ahí estamos, ante la posibilidad de quedarnos en la butaca, de salir al baño, a la calle... o, por qué no, de improvisar una tertulia entre desconocidos. Porque esto es increíble, de verdad, y hay que comentarlo; hay que tratar de entenderlo. Pero esto solo puede entenderlo la juventud, y está bien que sea así.