Cada noticia sobre la muerte de una persona con más de cien años que acaba de morir es un aviso para farmacéuticas. Estas noticias llegan siempre con un adhesivo estadístico que nos dice que es la más anciana de una provincia, de una comunidad autónoma, de un Estado, una región del mundo o del planeta entero. Acaban de anunciar la muerte de Kane Tanaka, una anciana japonesa que hasta su fallecimiento vivió ciento diecinueve años y ciento ocho días, unas cifras que incitan a estudiar la longevidad bastante frecuente en ciertas partes de Japón, y especialmente de las mujeres, lo que nos coloca ante un acertijo sobre las dietas más saludables y muchas de estas monsergas con las que nos entretienen los productores de felicidad endosada a una etiqueta.

Da como incuestionable el dato de sus años de vida y se observan sus hábitos alimentarios, y la verdad es que debe haber algo en la genética, el ambiente respirable, los alimentos no contaminados. Mi estadística particular es que las personas más longevas son las que han vivido en ambientes rurales, y aquellas personas que sus profesiones han sido más sedentarias. La medicina de bata blanca se aplica de manera residual en este rubro y las tradicionales son un misterio para aquellos que estamos vacunados desde la más tierna infancia.

La longevidad parece una panacea, pero de verdad, ¿cuántos años ha vivido Kane, siendo dependiente? Dicen los agoreros que las generaciones que ahora están por la cuarentena tienen menos expectativas de vida que las de sus padres y abuelos. Eso está por comprobar, pero de ser cierto, será precisamente por la contaminación ambiental, las costumbres alimentarias suicidas, el uso de la farmacología como dependencia total y otras manifestaciones de lo absurdo de la vida en esa parte que se llama primer mundo.