Koldo LANDALUZE
CRÍTICA «Onoda, 10.000 noches en la jungla»

La última trinchera

El 9 de marzo de 1974 tuvo lugar en Filipinas uno de los episodios más peculiares de la segunda guerra mundial.

En realidad se trataba del epílogo de una de esas crónicas que tan solo pueden cobrar forma en algo tan absurdo como una guerra. Casi treinta años después de finalizada la contienda, un soldado japonés oculto en el corazón de la jungla entregaba su katana y daba por terminada su lucha.

Se llamaba Hiroo Onoda y lo único que le hizo deponer las armas fue la orden dada por el sorprendido mayor Taniguchi, el cual se trasladó a Filipinas para comunicar en persona al irreductible soldado la nueva orden que revocaba la anterior y que le obligaba a defender aquella jungla hasta su último aliento. Semejante historia, digna de haber sido filmada por Werner Herzog, ha inspirado “Onoda, 10.000 noches en la jungla” que, dirigida por Arthur Harari, aborda al detalle la crónica de Onoda y sus tres compañeros en una odisea que arrancó cuando el Pacífico fue escenario de batallas y que culminó con un Japón que Onoda nunca reconoció.

Harari se revela respetuoso con los acontecimientos y detallista a la hora de explicar la conducta de los últimos combatientes de la segunda guerra mundial. Trágica y sorprendente, la crónica de Onoda es, a través de la cámara del cineasta del Estado francés, una aventura que cobra visos de irrealidad onírica y que establece sus bases en la relación del soldado con el entorno agreste y muy húmedo que le rodeó durante treinta años. Onoda hizo de aquella isla su propio mundo, alejado de la realidad que entraba a cuenta gotas en su reducto y a través de una vieja emisora que le recordó que la guerra había terminado. Siempre receloso y atento a que el enemigo no minara su moral mediante noticias falsas, el protagonista se aferró a su propio código de honor para evitar el dolor de la derrota. La gran virtud de Hariri es que ha logrado captar todo ello.