Iñaki Egaña
Historiador
GAURKOA

«Mustatxa fina»

A veces he tenido la impresión de que el tiempo se congelaba, como en cierta ocasión que acudió Joseba Sarrionandia para explicar su exilio clandestino, y que entraba en un bucle imposible de superar. «Dónde se queda el tiempo», cantaba en euskara Mikel Urdangarin sobre letra de Jon Maia, ahora recuperada por ambos con un violonchelo nostálgico de fondo.

En la modernidad, nos dice Gottfried Leibniz que el tiempo es una invención humana, contra la opinión de Newton y todos aquellos eruditos que estudiamos en la escuela. Y parece que la mayoría de la comunidad científica le da la razón. Einstein ya sugirió que el tiempo no era real. Las marcas antiguas del tiempo son únicamente muescas en la tierra, círculos en los árboles y ecuaciones ahora atrapadas por los algoritmos del presente.

Ugutz fue quien me desbrozó y acuñó la idea de la inexistencia del tiempo. No porque me la planteara, sino por sus conversaciones. Diálogos que flotaban entre épocas y escenarios tan cambiantes que únicamente el tono musical me permitía identificar. Efectivamente, el tiempo es un artificio que ingeniaron nuestros antepasados cuando observaron que el sol que se acostaba volvía a levantarse un rato después.

Poco antes de la pandemia, Ugutz Robles Arangiz, hijo de Manu, fundador de ELA, diputado en Madrid por el PNV en tres ocasiones durante la Segunda República, me llamó para conversar sobre su vida. Tenía interés en que Euskal Memoria le recogiera el testimonio de sus entonces 81 años de vida. Y de paso, los recuerdos que tenía de su padre y también de su madre, una más de las que quedan habitualmente fuera de las biografías. La suya, Luisa Bernaola Salcedo, que tuvo once hijos, sufridora de exilios de su pareja Manu y de sus hijos. Un silencio callado, una vida tantas veces aplazada.

El virus nos mantuvo confinados, la muga cerrada durante meses y Ugutz, que vivía en Beskoitze, insistía con mensajes. Hace un par de meses tuvimos finalmente la cita. Video, micrófono, escáner para guardar copia de documentos originales que conservaba. Orgullo de su patria y de los suyos. Café y un buen número de horas conversando del pasado. Grabado en unos pendrive tan pequeños que todavía me resulta increíble que un artilugio minúsculo pueda condensar el aroma de ocho décadas.

No voy a escribir una biografía de Ugutz. En el homenaje que le tributaron en Hazparne el pasado martes ya hubo quien describió su trayectoria artística, sus incursiones en terrenos que ahora serían demasiado atrevidos. Cuando Ugutz falleció la semana pasada, los medios se hicieron eco, aunque fuera someramente, de su itinerario vital más reseñable. Añadir, quizás, que la familia Robles Arangiz, hizo bueno aquel texto de Víctor Hugo sobre los vascos, un pueblo que canta y baila al borde de los Pirineos.

Me quedé con muchas de sus reflexiones, que aún recuerdo como si Ugutz estuviera al lado. La primera el sentido del humor, su sentido del humor, que suele mezclarse con la ironía que dicen destilamos por aquí. Tanto desventuras como gozos tienen siempre un lado ingenioso. La segunda, que me inquietó por incidir en una idea repetida en otros casos, lo insensibles que nos convertimos en nuestras guerras fratricidas. El aislamiento de su hermana Estitxu y la defensa de su familia.

Por eso, siguiendo el hilo de aquellas horas grabadas reciente, me quedo con su bucle personal y en cierta medida familiar. Ugutz me contaba que ya antes de la República hispana, su padre se exilió en Argentina porque fue condenado a once años de prisión por un artículo de opinión. No fue una banalidad. A Aitzol, sacerdote y periodista, le detuvieron, torturaron y ejecutaron junto a las tapias del cementerio de Hernani por el escarnio que había sufrido la intelectualidad española por un artículo suyo sobre la religiosidad de los Reyes Católicos.

Volvió Manu a Bilbo, pero en 1937 se escapó nuevamente, esta vez de una ejecución segura, y Ugutz, nació en la localidad lapurtana de Bidarte. Por encima de su linaje, sus 83 años de existencia estarían condicionados por esa circunstancia. Hijo de un exiliado notable, pero exiliado, que se refugió en la Segunda Guerra Mundial en un caserío con el que poder subsistir, lejos de los mandos nazis, tendidos en el Gran Palais de Biarritz. Fueron ayudados en Kanbo por un antifascista español, en Batistania. Comentaba Ugutz que aquel solidario tildaba a los fascistas con el nombre permanente de «la canalla». Echó raíces en Ipar Euskal Herria.

Por el caserío de Beskoitze pasaron huidos, refugiados, clandestinos y resistentes. Eisenhower y De Gaulle reconocieron a los Robles Arangiz, «soldado sin uniforme que ha participado en territorio ocupado por el enemigo en el glorioso combate por la liberación de la patria», en referencia de Manu. Frase extensible hasta donde el lector desee, en esa ecuación que nos queda con la inexistencia del tiempo.

La familia volvió a Bilbo, pero Ugutz y su hermano Iker encendieron la semilla independentista transmitida por sus progenitores. Como otros contemporáneos, los Letamendi de Ondarroa, nacidos también en el exilio, que volvieron al sur de su patria. Ugutz e Iker escaparon de la Guardia Civil y recuperaron esa ruta eterna que se repite sin cesar. De nuevo al caserío de Beskoitze.

Y en ese homenaje citado en Hazparne, pude ver caras de viejos refugiados, con el razonamiento de las arrugas que no de las teorías decimonónicas de Newton, que me confirmaron aquellas puertas abiertas de su casa a quien solicitara ayuda. Un colega me citó al oído: «cuando me salté la asignación a residencia y pasé a la clandestinidad, fue Ugutz el que me acogió en su casa».

Exilio, refugio, muga... palabras adheridas al vocabulario de nuestro país, de esos combatientes sin uniforme en defensa de la patria. Cantando, bailando. Activistas del pueblo que recordó el sacerdote que nos hizo trampa en su homenaje introduciendo elementos de la liturgia católica, como ese hombre tan querido por todos nosotros, de «mustatxa fina», Ugutz.