Mikel INSAUSTI
CRÍTICA: «FAST & FURIOUS X»

El espectáculo hipertrofiado de las carreras ilegales

Lo más duro al salir de ver una nueva entrega de la franquicia “Fast & Furious” es cuando te montas en tu utilitario para volver a casa, y ves que ni el motor ruge, ni las ruedas se despegan del suelo, ni la aceleración te empuja de golpe contra tu asiento de conductor. Es el mundo real que en nada se parece a lo que recién has contemplado ojiplático en la pantalla, con la sensación de que existen dos mundos paralelos: el de los coches eléctricos que se pretende implantar y este otro virtual de motores contaminantes que consumen gasolina y queman goma sobre el asfalto envueltos en una nube de humo tóxico. Va mucho más allá de la nostalgia, puesto que se ha convertido en la representación ficcional del peligroso mundo de las carreras ilegales con el atractivo de lo prohibido. Y por ese lado salvaje la saga no se agota, ya que, por el contrario, crece y crece hasta convertirse en un espectáculo hipertrofiado en consonancia con el músculo que lucen quienes se sientan al volante de estas máquinas.

No sé si será cierto que esta décima entrega, dividida en dos partes, tal como anuncian los créditos del final que recuperan a un viejo conocido para sorpresa general, será la última oficial. Claro que si se gastan casi 350 millones de dólares la impresión que da es que han echado el resto, y eso no es fácil de repetir. La película del efectista Louis Leterrier no será cine del bueno, pero es una auténtica barbaridad, como jamás se ha visto, aunque sólo sea por acumulación de set-pieces increíbles. La más monumental de todas, en el sentido literal, es la de la accidentada y explosiva persecución que destruye el centro histórico de la capital italiana, y que se presenta como la enloquecida versión moterizada de la carrera de cuádrigas en el Coliseo de “Ben-Hur” (1959). Acaban jugando a los bolos con una bomba rodante que va directa a El Vaticano.