Colmado de colmillos
En plena regresión climática, mediática y sintomática, recuerdo un juego adolescente sobre el colmo de los colmos. Un colmado de colmillos en Estocolmo. Hasta que la pragmática se aposentó en mi vida y llegó la luz: Perder un imperdible. Por lo tanto, lo obvio aligera la angustia provocada por la incertidumbre y la propaganda engañosa de las empresas de seguridad.
Entonces, me sitúo en esa ciudad Luz, en este París que los JJOO han convertido en un magnífico plató televisivo, logrando uno de los spots publicitarios más grandes, caros, profundos, eficaces y de difícil comparación, donde hay que pensar en los avances tecnológicos en tantos asuntos como es la comunicación, los cálculos de precisión en pesas y medidas, la alimentación dictada por entrenadores, nutricionistas y doctores que han contribuido a una cadena de récords conseguidos de manera incesante por atletas de muchas disciplinas, los nuevos materiales para la vestimenta de los participantes que les ayudan a una mejor prestación, todo un conglomerado de mensajes para colocarnos en este siglo XXI y el futuro inmediato imperfecto.
Y en medio de esta verbena de los nuevos tiempos aparecen los imperdibles. En el atletismo el nombre de cada interviniente se imprime en un trozo de tela que se sujeta en la indumentaria con imperdibles. No hay vuelta atrás. Es un invento que caracteriza a una humanidad olvidadiza. El colmo. Se puede perder, pero con el nombre del participante bien sujeto. Y para eso, nada mejor que los imperdibles. París bien vale una misa e imperdibles de colores.

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