Esta indescriptible propuesta surge a raíz de que los derechos de autor del material original de “Winnie the Pooh” pasaron a dominio público, lo que permitió reinterpretar a los personajes clásicos bajo una lente completamente distinta y perturbadora.

Pese a que el guion de la primera parte era casi inexistente y los efectos especiales limitados, el ruido generado en torno a su concepto garantizó su éxito comercial.

El público que buscaba entretenimiento de serie B, humor negro y un enfoque absurdo del horror encontró en esta película, por tanto, una experiencia que le podía resultar muy peculiar.

Pues bien, convencido de que aquello era una broma de mal gusto, veo que un año más tarde se estrena su continuación; digo continuación, pero no lo tengo del todo claro, ya que Frake-Waterfield se pasa por el arco del triunfo la historia y cambia casi todo a su antojo.

Con un presupuesto más generoso que su antecesora, hay que reconocer que hay un pequeño salto en cuanto a la calidad de producción, pero sigue siendo igual de absurda.

Es obvio que cualquier espectador que se acerque a esta propuesta tiene nítidamente claro a lo que se enfrenta. Es ideal para quienes disfruten del cine de terror serie B. Las exageraciones en los asesinatos y el tono absurdo de algunas situaciones pueden resultar entretenidas, pero sorprende la casi total falta de humor en la película; se esfuerza demasiado por tomarse en serio e intenta ser aterradora, y obviamente, es prácticamente imposible hacerlo. Para los fanáticos del terror de bajo presupuesto y las reinterpretaciones absurdas, podría ofrecer algo de entretenimiento, pero, sin embargo, para el público general es simplemente innecesaria.

El guion vuelve a ser inexistente y los personajes, ridículos.