Feminismos, en plural
Todo el mundo, de alguna manera, es producto de su época. Y el feminismo no es una excepción. Ha llovido mucho desde las primeras sufragistas (occidentales, blancas, de clase media, de cultura anglosajona y, posiblemente, de religión protestante) hasta nuestros días. Todas estas características no les resta ningún mérito, por supuesto. Algunas sufrieron persecución y cárcel y gracias a ellas comenzó un debate, inconcluso, sobre qué significa ser mujer y por qué, universalmente, somos «el segundo sexo», como afirmó Simone de Beauvoir.
La idea de que solamente por ser mujer, independientemente de nuestra posición social o nuestros hábitos culturales, nos convirtamos en aliadas es altamente disruptiva, revolucionaria, por decirlo de otra manera. Es más, es una idea que no ha llegado a calar del todo. ¿Tengo que considerar a Ursula von der Leyen mi cómplice? Pues en cierta medida, sí, aunque nos cueste admitirlo. Como nos cuesta admitir el reconocimiento del feminismo islámico o dotar de voz propia a sectores marginados, por ejemplo, las trabajadoras sexuales.
Y ahora que somos más conscientes de que la discriminación contra las mujeres tiene muy diferentes caras y de que el respeto a la pluralidad, también en este tema, es fundamental, está en crisis el propio sujeto político del movimiento feminista. «Sexo no es género» rezaba una pancarta exhibida en Bilbao por feministas así llamadas «clásicas», frente a la protesta de miembros del colectivo LGTBIQ+. Efectivamente, el género es una construcción social y el sexo es una característica biológica. Pero detrás de esa afirmación se esconde, entre otras cosas, una transfobia indisimulada. ¿Qué son las mujeres transexuales? Cuando nos pasamos la vida hablando del carácter líquido de las relaciones sociales, de la lucha contra el binarismo hombre/mujer y se reivindica la legitimidad de la identidad queer y una sexualidad sin etiquetas, da pena ver cómo algunas feministas viven todo cambio como una traición.

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