La sangre de los que cuidan en Gaza
Hay un temblor en las manos que no es solo por el cansancio acumulado de días que se confunden con noches, ni por el estruendo cercano que recuerda que la próxima podría ser la última sutura, el último aliento. Es el temblor de la impotencia, el que se agarra a las tripas cuando hay que decidir entre un niño con la cabeza abierta y otro con las piernas destrozadas, sabiendo que solo tienes gasas para uno, y que la anestesia es un lujo de otro mundo, de ese mundo que sigue girando ahí fuera como si en este rincón del infierno, en Gaza, no se estuviera desangrando la humanidad entera. Y una se pregunta, con esa rabia sorda, ¿dónde está la piedad? ¿En qué manual de geopolítica dice que hay que reventar hospitales, matar de sed a los críos, dejar que los médicos operen a la luz de un teléfono móvil porque hasta el combustible para los generadores es un arma de doble filo?
Porque esto no es una película, de esas que nos tragamos con palomitas donde los buenos son muy buenos y los malos malísimos, y al final siempre hay una esperanza limpita y bien peinada. La realidad de la guerra es mucho menos gloriosa y mucho más brutal y deshumanizante de lo que cualquier ficción puede transmitir. No, eso es el barro, el olor a antiséptico mezclado con el de la pólvora y el miedo, ese miedo que se pega a la piel y no se va ni con lejía. Es ver cómo un colega, con el que se compartía un mendrugo de pan rancio hace unas horas, yace ahora cubierto por una sábana que ni siquiera alcanza a taparle los pies, porque hasta las sábanas escasean. Y siguen, claro que siguen, porque alguien tiene que seguir, recordamos que cada vida cuenta, que el juramento de un médico en Gaza tiene el mismo valor sagrado que el de uno en Londres o en Madrid, porque si ellos paran, ¿quién va a intentar siquiera poner un torniquete a esa hemorragia que es la vida misma escapándose a borbotones?
La ayuda humanitaria, qué ironía llamarla así. Un goteo infame, un insulto a la inteligencia y al sufrimiento. Camiones parados durante días, semanas, mientras al otro lado del muro improvisado la gente se muere de hambre, de infecciones curables, de pena. Y entonces entiendes que el coste de esta guerra, como el de todas las guerras, no se mide solo en edificios derruidos o en cifras de muertos que nos recitan como si fueran la lotería. Se mide en el alma rota de los que sobreviven, en la infancia robada, en la confianza perdida para siempre en que exista algo parecido a la justicia o a la compasión entre las personas. El coste de no tener piedad es este: convertir a seres humanos en cifras, en daños colaterales de una partida de ajedrez macabra que juegan otros, muy lejos del polvo y de la sangre.
Y es ahí donde el dilema abofetea con toda su crudeza. Porque da igual los análisis sesudos sobre derechos históricos, sobre seguridades nacionales y ofensivas estratégicas; cuando ves a una enfermera intentando reanimar a un bebé prematuro cuya incubadora se ha apagado, cuando escuchas el llanto de un hombre que acaba de perder a toda su familia bajo los escombros de lo que fue su casa, toda esa palabrería se convierte en un eco obsceno. Se deja de lado al ser humano, se le cosifica, se le convierte en un peón insignificante en un tablero donde mandan el ego, la venganza disfrazada de justicia, y esa extraña perversión que hace que algunos crean que su dolor vale más que el dolor ajeno.
Mientras tanto, el mundo observa, debate en foros estériles, emite condenas tibias que se pierden en el estruendo de las bombas. ¿Dónde están las acciones contundentes, las que frenan de verdad la maquinaria de la muerte? Parece que el derecho internacional es un laberinto de excusas cuando se trata de proteger a los más vulnerables, y que las líneas rojas se difuminan hasta desaparecer en la arena ensangrentada. Y así, con cada día que pasa, con cada veto en un consejo de seguridad, con cada envío de armas que perpetúa la carnicería, se siembra no solo la desolación presente, sino la certeza amarga de futuras venganzas, de un odio que echará raíces profundas en la memoria de los que hoy son niños y mañana serán adultos rotos por dentro.
No es nuevo, claro que no. La historia está plagada de estos horrores. Desde Guernica hasta Sarajevo, desde Ruanda hasta Ucrania o Yemen, la piel que sufre es siempre la misma: la de los inocentes, la de los que solo querían vivir en paz, la de esos sanitarios que, como ángeles laicos y desesperados, intentan remendar lo que otros se empeñan en destruir. ¿Para qué? ¿Para qué tanto dolor? Para alimentar egos inflados, para satisfacer viejas rencillas, para dibujar nuevas fronteras sobre mapas manchados de sangre. Y así, el rencor y la soberbia se cuelan en el tuétano de la humanidad, y nos convencen de que el otro no es como nosotros, de que su vida vale menos.
¿Qué hacer? Primero, no mirar para otro lado, no acostumbrarnos al horror como quien se acostumbra al ruido del tráfico. Llamar a las cosas por su nombre: esto es una masacre, esto es una vergüenza. Apoyar a los que ayudan, presionar a los que deciden, educar en la empatía, en la memoria de lo que nunca debió ser y sigue siendo. Porque si hay algo que nos enseñan esos hombres y mujeres con batas manchadas que se aferran a la vida en mitad del apocalipsis gazatí, es que la rendición no es una opción cuando se trata de defender la dignidad humana. Y esa, quizás, sea la única luz que nos queda en medio de tanta oscuridad. La de su ejemplo, la de su resistencia numantina contra el olvido y la barbarie.

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