Maitena MONROY
Profesora de autodefensa feminista
GAURKOA

Patria potestad

Tras el último asesinato de una menor a manos de su padre en Bilbao, hay entre la población una frase que se repite como mantra: «si estaba mal, ¿por qué no se suicidó antes, en lugar de matar a su propia hija?». La cuestión es que el suicidio no es una expresión de su malestar, sino una estrategia que cumple una triple función: resguardarles de tener que enfrentarse al rechazo social; otra, la de buscar justificar que sus asesinatos no son una expresión de su machismo, sino de algo enfermizo, motivo por el cual son capaces de cometer los hechos más atroces, y una tercera y no menos importante: dejar a la víctima sin posibilidad de reparación. Un acto que no es sino una continuación de la patria potestad que concedía a los hombres poder absoluto sobre sus familias. Además, son conscientes de que con ello provocan un dolor extremo en sus víctimas diana, las desobedientes madres.

En otro extremo discursivo están los negacionistas que ante este asesinato plantean «y las madres que asesinan, ¿por qué no se habla de ello?». Quienes ante un acto tan inhumano pretenden desviar la atención de lo estructural no hacen sino mostrar su distancia emocional. El asesinato de cualquier persona, primero, debería de acercarnos al dolor, y después, debería de con-movernos para reflexionar y comprometernos con unas sociedades libres de violencia.

Los hombres que no quieren mirarse en el espejo se mueven entre dos tipos de victimismo. Uno en el que han sido situados, desde muchos análisis, como víctimas del patriarcado que les obliga a dominar y, el otro, en la actual reconstitución del sistema, en el que ellos mismos se sitúan como víctimas del feminismo que les restringe su libertad y sus derechos. Por eso tienen que desarrollar una ofensiva que garantice el «statu quo», una vuelta al viejo orden.

El primer victimismo se beneficia de la tendencia, caracterizada por los mandatos de género femenino, de salvar al dominador, que nos posiciona a las mujeres como eternas madres y educadoras. Dos categorías sobre las que recae la responsabilidad de educar bien a los hombres. Y, claro, quien tiene la responsabilidad de educar nunca puede ser víctima, sino que tiene la responsabilidad de mostrar el camino, de erigir al nuevo hombre, de enseñarles que podemos convivir en paz, que no es necesario que nos violen o que nos maten. Así que suele aflorar un discurso recurrente sobre qué estamos haciendo mal y, por tanto, que debemos hacer autocrítica para comprender cómo es posible que no conectemos bien con los hombres.

El segundo victimismo es fácil de entender desde la lógica del dominio y de un sistema al que hemos puesto en jaque. Asumirse como maltratador o violador tiene que ser tremendo, como asumirse privilegiado en cualquier sistema de opresión. Aun así, cualquier análisis aislado como modelo explicativo será siempre fallido. Cuando se creen superados los condicionantes sistémicos es lo individual lo que aflora y sobre lo que se tiende a virar la mirada, lo que impide adquirir las claves teórico-prácticas para interpretar un modelo que excede, siempre, lo individual. Necesitamos que los adolescentes y los hombres jóvenes se posicionen y salgan masivamente a negarse a ser parte de una estructura que les invita a reinventarse como agresores. Los datos nos dicen que en las violaciones grupales cada vez participan hombres más jóvenes. Los casos de mujeres menores inscritas en el programa VioGen, desde que se tienen datos, no para de incrementarse. Desde el Ministerio de Igualdad señalan que, entre las menores de edad, las adolescentes de 15 a 17 años son las que más sufren violencia de género.

Utilizar los estándares, los prejuicios de género, nos ayuda a conectar con las personas a las que acompañamos, incluidas los y las niñas y adolescentes. Entender desde dónde nos hablan, siguiendo los mandatos de género, facilita la comunicación y la comprensión, pero no la resolución del problema que pasa por cuestionar, precisamente, la normatividad de género que construye las subjetividades antes incluso de saberse sujeto social. El sociólogo P. Berger argumentaba que «la utilidad de los conceptos viene marcada por su capacidad explicativa». La cuestión es si ahora somos capaces de facilitar la comprensión de lo que son esas atribuciones patriarcales, pero también de la responsabilidad social e institucional.

En el primer estudio que se hizo en el Estado español sobre violencia vicaria y que analizaba los asesinatos de menores desde el año 2000 al 2021, se señalaba que la mayoría de los asesinatos se producen cuando el padre está al cuidado exclusivo de sus hijos (48%). En un 60% de los casos existían amenazas previas, ya sea de muerte o de daño hacia la mujer, sobre ella misma o sobre sus hijos. Sin embargo, en el 70% de los casos en los que existía denuncia no se había establecido ninguna medida de protección. Y en ninguno de los casos se habían establecido medidas de protección para los hijos y/o las hijas. Reconocer que un maltratador no puede ser nunca un buen padre es algo que parece que no cabe en las mentes de quienes tienen el deber de proteger los derechos, no solo de las mujeres, sino también de la infancia para unas vidas libres de violencia patriarcal.

Desde el 2013, año en el que se empiezan a recoger las estadísticas sobre violencia vicaria, el número de menores asesinados es de 64. Recientemente, se ha desarrollado el IV encuentro sobre Violencia Vicaria y VG institucional, aquella de la que es responsable el Estado por acción u omisión. Las «madres protectoras» denuncian, una a una y todas juntas, las múltiples violencias institucionales a las que el Estado les somete tras las separaciones de unos maltratadores a los que se les exculpa una y otra vez. El asesino de Eva Jasmina ya no hará una rendición de cuentas ni ante su madre, ni ante la sociedad, pero quizás sea preciso exigir una rendición de cuentas a todas las instituciones que practican una protección al pater familia, porque en ellas sigue habitando el viejo orden hermanado con el moderno discurso de victimización de los hombres.