En medio de una cartelera dominada por la acción y la oscuridad, se agradecen películas como “Juliette en primavera”, que apuestan por la sensibilidad. Es una cálida comedia dramática que brilla por su humanismo y su retrato sincero de una familia imperfecta. A través de su protagonista y su entorno, Blandine Lenoir reflexiona con delicadeza sobre la comunicación, las heridas emocionales y la belleza de lo cotidiano, sin perder el humor ni la ternura.

La película sigue a Juliette, una joven ilustradora que, agotada emocionalmente, deja atrás la ciudad y se instala temporalmente en la casa de su infancia. En ese entorno rural, se encuentra su familia, tan entrañable como caótica. A todo esto se suma un encuentro inesperado que podría redirigir su vida.

Lenoir más que contar una historia, invita a habitarla. No busca respuestas claras, sino matices, silencios y miradas compartidas. Más que narrar una historia, la directora nos invita a convivir con sus personajes, como si fuéramos ese invitado silencioso que ayuda a poner la mesa, escucha desde la cocina y se queda un rato más cuando todos ya se han ido.

La puesta en escena es muy sencilla, pero muestra una sensibilidad palpable hacia sus personajes. Donde lo verdaderamente importante no está en lo que ocurre, sino en cómo ocurre: en una mirada que se desvía, una palabra dicha a medias o un silencio.

Hay un equilibrio sutil entre la comedia y el drama que nunca se rompe. No obstante, hay una sensación de contención: Lenoir elige transitar caminos suaves, eludiendo deliberadamente tensiones más crudas o finales más osados.

No busca romper moldes ni desafiar convenciones, pero encuentra solidez en la calidez de su puesta en escena y en un elenco que transmite verdad en cada gesto.