A la cola
Nos vamos poniendo a la cola de manera indisciplinada porque uno de los placeres secretos de muchas generaciones es colarse. Donde sea y por las razones que sean. Alterar el orden de llegada sutil o brutalmente es una rebeldía ancestral, una idiosincrasia que debe ser fruto diferido de la acumulación genética de tantas migraciones y cambios de alimentación básica. Me temo que la corrupción en términos filosóficos, éticos, fiscales o políticos debe fundamentarse en los mismos principios ideológicos y religiosos. Es una manera de estar y de ser. Criticamos de manera acalorada la corrupción de los demás cuando nosotros incurrimos en la misma corrupción, pero en el nivel y grado que nuestra situación económica, laboral o social nos permite ejercerla.
Lo que se está destapando en estos días con el caso Montoro es algo de mayor calado, es lo que expresamos a partir de intuiciones regurgitando lecturas juveniles aplicadas a una realidad cambiante de manera diseñada para que todo se sustente en un empirismo desarraigado de fundamentales columnas que lo sustenten. Es el Estado, la máxima expresión de la corrupción, la represión y la coacción. Ejerce una violencia doctrinal, se ampara en decisiones parlamentarias que emanan de unos informes que no resisten una verificación exenta de contaminaciones ideológicas o económicas convertidas en incuestionables de manera forzada.
Y lo de Montoro es algo más habitual de lo que sería deseable. Se legisla a toque de corneta que tocan los poderes fácticos, las grandes corporaciones que ponen y quitan. Pónganse a la cola.

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