RAMÓN SOLA

En el escaparate, pero de maniquíes

Vaya por delante una ingenuidad: la única solución para frenar el brutal desequilibrio en la liga está en manos de clubes como Osasuna. Bastaría con que en agosto acordasen una huelga general de brazos caídos en el Bernabéu y el Camp Nou para que en junio tuviesen alguna opción fundada de renegociar el reparto de la tarta televisiva, premisa imprescindible para recuperar un mínimo de competitividad e interés. Por otro lado, los marcadores no serían muy diferentes. Y ni siquiera innovarían: ya lo puso en práctica el malogrado Manolo Preciado, que para eso era un tío normal dentro de la anormalidad instalada en el planeta fútbol.

Como el sentido común no rige y pensar en una unidad de acción tal es una quimera, hagámonos una pregunta más cercana y real: ¿Qué se le había perdido a Osasuna compareciendo con su once de gala ante un Barça necesitado de reivindicarse, cuando por delante tiene diez partidos claves para amarrar la salvación? ¿Por qué ninguno de los jugadores apercibidos de sanción por acumulación de amonestaciones forzó la quinta en los minutos finales ante el Málaga, con 0-2 en el marcador? Y es aquí donde aparecen las respuestas inquietantes.

Los futbolistas de cualquier equipo, ellos mismos lo reconocen, son seres egoístas por naturaleza. Posiblemente hoy día más que nunca, porque jamás el fútbol ha tenido tanta repercusión televisiva como ahora. Pero las cámaras no miran a Vallecas ni a Almería, por citar dos de los escenarios en que Osasuna se va a jugar la vida en lo que resta (y ellos, sus carreras). Es el Camp Nou lo que tiene impacto planetario. Bastaba oír las declaraciones en Tajonar entre semana para percibir qué fácil les es a los jugadores soñar despiertos. En estos casos al entrenador toca despertarles, pero es posible que también acabe siendo presa de la misma obnulación (recordemos pese a su buena campaña, Javi Gracia no sonó para la Premier hasta el 3-0 al Atlético).

Pasó lo previsible, lo de todos los últimos años. A partir del 2-0, los titulares levantaron todas las barreras, dejaron de meter la pierna; estaban en el escaparate, sí, pero como maniquíes patéticos. Y ni siquiera estuvo tan mal, porque aunque muchos parezcan no querer verlo había algo bastante peor que el 7-0; cargarse de tarjetas o sufrir alguna lesión para acabar sucumbiendo 2-0, que resultaba lo normal hace pocos años, cuando en estos campos aún se podía pelear con dignidad. El «siete» lo hubieran evitado jugadores que sí podían morder, como Flaño, Nino, Acuña o Manu Onwu, pero no estaban. La Liga de las Estrellas ya no deslumbra, pero paradójicamente ciega a los que malviven en el extrarradio.