Alberto Pradilla
Periodista
TXOKOTIK

El «listillo» confunde la sinceridad con la mala educación

La sinceridad mal entendida está socialmente sobrevalorada. No siempre es una buena idea expresar lo primero que se te pasa por la cabeza. Ni siquiera cuando creas que tienes razón o lo veas claro. A veces, la mejor manera de proteger a alguien y, sobre todo, protegerte a ti mismo, es guardarte algunos cambios y no sacar toda la artillería desde el minuto cero. Si todos nos tomá- semos la libertad de soltarle al vecino hasta la más íntima de nuestras reflexiones críticas sobre sus gustos, físico, vestimenta o creencias, la existencia sería agotadora y el mundo un lugar mucho menos habitable. Tenemos infinidad de respuestas para preguntas que nadie ha formulado y la educación es la mejor herramienta para advertirnos de aquellas ocasiones en las que el lugar más apropiado para nuestra opinión es un baúl cerrado con llave. La convivencia entre diferentes se basa más en tolerar lo irritante o lo que no comprendemos que en celebrar la coincidencia. Para ello es imprescindible buena voluntad.

No pretendo eludir el conflicto del día a día. Tampoco es posible contentar a todos cuando interactuamos ni el jabón puede ser el único lubricante social. Pero me gustaría pensar que la gran mayoría intentamos manejarnos en los mismos códigos, que se resumen en tratar de no irrumpir en el campo del otro como un elefante en una cacharrería. Claro, que no siempre esto se cumple. Existe una tipología de ser humano que consi- dera que invadir nuestro espacio vital constituye su derecho inalienable. Es el «listillo», ese que arrasa tu intimidad creyéndose casi con la obligación de saltarse a la torera el «reservado el derecho de admisión». Es el que entra sin llamar, opina sin escuchar y te mete el codo en una calle estrecha. Es el que pontifica con soberbia sobre lo todo aquello acerca de lo que no le has preguntado. El que realiza observaciones hacia lo que nadie ha mencionado y, sobre todo, que se ofende en el momento en el que alguien afea su impertinencia, parapetándose en la «sinceridad» o la «espontaneidad» como virtudes que nadie comprende.

Insisto: no es sinceridad, sino mala educación. A veces el elefante rosa está bien tranquilo en el salón y se marcha él solito sin que sea necesario mentarle.