Mikel Insausti
CRíTICA: «Tokarev»

Nicolas Cage cogió su vieja cazadora de cuero

Pocos, muy pocos actores, pueden decir que son un género en sí mismos. Nicolas Cage es uno de ellos, y nunca decepciona a sus fieles seguidores, que disfrutan con sus malas películas hechas con vocación de tales. Desde el día en que renunciara a la herencia familiar y a su verdadero nombre de Nicolas Kim Coppola se convirtió en auténtico y solitario proscrito del cine, pero alguien tenía que hacer el trabajo sucio que nadie más quiere. Debutar en Hollywood dirigiendo al sobrinísimo de Francis Ford es una misión suicida, pero el andaluz Paco Cabezas ha sobrevivido a la dura experiencia, porque ya anuncia el próximo rodaje de «Mr. Right», esta vez con los mucho menos peligrosos Sam Rockwell y Anna Kendrick.

Es comprensible que el recién aterrizado realizador se haya sentido impresionado por la aureola mítica que envuelve al «pelucones» y que lo haya dirigido desde el máximo respeto, hasta el punto de tomarse en serio uno de esos guiones de saldo que el endeudado actor acepta protagonizar en plan estajanovista. Y si en ruso hay que hablar, aprovecho para decir que el nombre de la pistola soviética del título viene, por supuesto, a cuenta de la presencia de las mafias rusas en el architrillado desarrollo argumental, donde nuestro antihéroe favorito se pone del lado de la mafia irlandesa.

No creo que el italoamericano haya cobrado en consonancia con su trabajo, teniendo en cuenta lo ajustado del presupuesto de 25 millones de dólares. Y es que le toca asumir un doble papel, con transformación de por medio. Para él supone un terrible esfuerzo tener que hacer de persona normal, apareciendo al principio como un conservador padre de familia. Hasta que le tocan a la niña de sus ojos y se apodera de su ser el fantasma justiciero y vengador de Charles Bronson. El espectador lo sabe muy bien, porque coincide con el preciso instante en que se quita el traje de ejecutivo y se pone su vieja cazadora de cuero. La pena es que no le hayan dejado repetir su famoso diálogo lynchiano sobre el vestir como símbolo de la individualidad.