‘Terciopelo azul’ está considerada con todo merecimiento como una de las obras referenciales del cine moderno. Un icono firmado por un David Lynch que jugó y subvirtió los géneros a través de una obra obsesiva e hipnótica que nació tras el sonoro fracaso comercial que el cineasta estaodunidense cosechó tras ‘Dune’.
Lynch regresó al imaginario surreal de ‘Cabeza borradora’ con este fascinante, terrorífico y enfermizo cruce de géneros –thriller, romance, suspense...– que le valió una nominación al Óscar al Mejor Director.
Además de estandarte del neo-noir, ‘Terciopelo Azul’ probablemente es una de las obras que más ha influido sobre otros realizadores debido a su poderosa fuerza visual, su constante coqueteo entre lo real y lo onírico, y unos diálogos afilados y surrealistas servidos por una galería de personajes inolvidables.
La trama nace desde la inocencia, cuando el personaje que encarna Kyle MacLachlan regresa de su visita al hospital, donde está ingresado su padre, y encuentra entre unos arbustos una oreja humana. La guarda en una bolsa de papel y la lleva a la comisaría de policía, donde le atiende el detective Williams, que es vecino suyo.
En compañía del personaje que interpreta Laura Dern, comparten una investigación con reminiscencias de las novelas de Enid Blyton (‘Los cinco’) que deriva hacia un perturbador descenso a los infiernos de la noche al compás del ‘In Dreams’ de Roy Orbison, y en compañía del telúrico Dennis Hopper y una fascinante Isabella Rossellini que parece arrancada de un sueño en blanco y negro, mientras susurra la canción que da título a la película.
Tres claves en el imaginario Lynch
Lo perturbador siempre estuvo ahí. Desde que, siendo niño, una mujer desnuda y ensangrentada irrumpió en su vecindario, como venida del más allá, y acabó con su inocencia. En aquella época todo el mundo de David Lynch cabía en dos manzanas. «Puedes vivir en un sitio pequeño y tenerlo todo», aseguró el cineasta de Montana.
Su prehistoria podría resumirse en tres momentos clave. El primero, cuando conoció al pintor Bushnell Keeler, padre de un amigo, y de inmediato supo a qué quería dedicarse. Keeler fue una especie de mentor: le invitó a su estudio, le regaló el libro ‘El espíritu del arte’, de Robert Henri, e intercedió ante su padre, científico de profesión, para hacerle entender que su hijo tenía talento y que iba en serio.
Al finalizar la secundaria, Lynch se matriculó en la Escuela de Bellas Artes de Boston, pero solo aguantó un año antes de decidir viajar a Europa con un amigo a estudiar con Kokoschka. Aunque iban para tres años, volvieron a los quince días.
A su regreso, Lynch se instaló en una desangelada Filadelfia y fue en esa época cuando llegó la segunda revelación: la idea de pintura en movimiento.
Lynch reveló posteriormente que casi al mismo tiempo visitó por primera vez una morgue y que, al ver tantos cadáveres juntos, empezó a imaginar las historias que habría detrás. Todo eso se tradujo en sus primeros cortos: ‘Six Men Getting Sick’ (1966) y ‘The Alphabet’ (1968).
El tercer momento decisivo en la vida de Lynch fue una inesperada llamada telefónica del American Film Institute, en la que le comunicaron la concesión de una beca para estudiar en su sede de Los Ángeles.
Instalado en los establos de una gran mansión de Beverly Hills, Lynch se dedicó a preparar y rodar su primer largometraje, la inclasificable ‘Cabeza voladora’, un trabajo que le absorvió durante cinco años, en el que invirtió toda su beca y más, y que acabó por costarle el divorcio de su primera compañera sentimental. El propio Lynch dijo sobre este episodio: «Fue una de mis más felices experiencias cinematográficas».
A partir de ese instante ya nada fue igual gracias a una filmografía que incluye piezas tan referenciales como ‘El hombre elefante’, ‘Corazón salvaje’, ‘Carretera perdida’ y ‘Mulholland Drive’.
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