David Meseguer

Kiev, con el enemigo a las puertas

El tren sigue siendo una de las mejores opciones para llegar a una Kiev semidesierta y en calma que resiste al embate ruso. Un periplo que comienza en la frontera polaca donde personas con motivaciones muy diversas aguardan para recorrer el camino inverso al de los refugiados.

Imagen de Kiev.
Imagen de Kiev. (Fadel SENNA | AFP)

Los pocos transeúntes que caminan por el militarizado centro de Kiev coinciden en afirmar que la capital vive uno de los momentos de mayor calma desde el inicio de la invasión rusa el pasado 24 de febrero. Con los combates activos pero el frente estancado en las poblaciones norteñas de la periferia, los kievitas tratan de recuperar cierta cotidianidad. En este sentido, el trabajo del Gobierno ucraniano para garantizar el abastecimiento de productos ha permitido que tímidamente algunas tiendas y comercios de restauración hayan vuelto a subir la persiana.

«A pesar de los ataques rusos a bloques de viviendas en barrios de las afueras, la situación en el centro de Kiev es bastante estable. Hoy apenas han sonado las alarmas antiaéreas y, cuando lo hacen, algunas personas ya ni bajan a los refugios porque se han acostumbrado a convivir con ello», cuenta a NAIZ Olga, una joven artista que trabaja pintando cerámica.

El periplo hasta Kiev

El frenazo de las tropas ucranianas al avance ruso a las puertas de la capital ha provocado que algunos kievitas hayan decidido regresar a sus casas después de convertirse temporalmente en refugiados en países vecinos como Polonia —principalmente mujeres y niños— o desplazados en el oeste del país. Un retorno que comienza  en estaciones como la de Przemisyl, una población polaca fronteriza con Ucrania, donde cientos de personas con nacionalidades e intereses variopintos esperan el convoy que los lleve a Lviv y, de allí, a su destino dentro de Ucrania. Cabe destacar que el servicio ferroviario ha funcionado de forma ininterrumpida desde el inicio de la guerra.  

En los aledaños de la estación, llama la atención como algunos voluntarios polacos enfundados en chalecos rojos tratan de disuadir a los ucranianos para que tomen el tren de vuelta. Les comentan que tienen muchas otras opciones de países europeos a los que ir. «La masificación en algunas zonas de Polonia ha hecho que algunos ucranianos tengan la sensación de que no se les presta ayuda ni apoyo», explica un voluntario.

Entre el gentío que aguarda para pasar el recinto ferroviario, también se encuentran varias familias romaníes procedentes de Járkov, en el noreste del país, que, como el resto de familias refugiadas, están formadas principalmente por mujeres, niños y gente mayor, debido a la ley marcial que obliga a los varones entre 18 y 60 años a quedarse por si son llamados a filas. Acampados cerca de Lviv y siguiendo su tradición nómada, habían viajado recientemente a territorio polaco para ver qué se encontraban al otro lado de la frontera. Uno de los patriarcas comenta que «el trato que reciben los romaníes en Polonia y Hungría no es el adecuado» y han decidido regresar.

Imma, de 31 años y también de Járkov, salió de la ciudad el 28 de febrero. Tras unas semanas en Polonia con algunos familiares decide volver a Lviv donde está su novio Sergei. «En cualquier momento pueden llamarlo a filas y quiero estar con él porque puede ser que sea la última vez que lo vea». Ya con el tren en marcha después de un control de pasaportes que ha durado tres horas, la mujer afirma desconocer el estado de su casa. «No entiendo la decisión de Putin. En mi ciudad casi todos somos rusófonos, pero queremos ser ucranianos, no rusos», señala. «Tengo familiares en Moscú que no se creen lo que les contamos. La propaganda es tan fuerte que creen antes lo que dicen los medios que a sus propios familiares».

«Legión extranjera»

Tras coger a medianoche in extremis en Lviv el robusto tren con reminiscencias soviéticas rumbo a Kiev, un camarote donde se respira mucha testosterona sobresale del resto por las bromas y el volumen de las risas. Daniel, un checo de 21 años, comparte espacio con un veterano estadounidense de Afganistán y con un ucraniano emigrante en Inglaterra que regresa para «ayudar a su familia y a su país».

Todos ellos llevan petates de camuflaje y botas militares relucientes. Daniel, quien prefiere no posicionarse ideológicamente, explica que muchos jóvenes de la República Checa se han unido a la lucha. Aunque solo tiene la experiencia militar adquirida en un curso de cadetes para policía, muestra su determinación a pesar de que su madre y hermanas le suplicaran llorando que no fuese a Kiev, donde según comenta, ya tiene varios conocidos y está preparado para unirse a la lucha.

«En EEUU mucha gente me quiere pero nadie me necesita. Por eso estoy aquí», explica este estadounidense de 48 años originario de Tennessee que prefiere no revelar su nombre. Señala que su propósito es ir a realizar tareas de seguridad para un orfanato y así demostrarle a su exmujer que ha cambiado. «Nadie que ha vivido una guerra quiere volver, excepto personas como yo», subraya este exmilitar con una placa de titanio en la espalda después de resultar herido en Afganistán y que por ello no podría aguantar mucho tiempo en combate.

Dimitri, de 37 años, es originario de Sumy, frontera con Rusia. En la larga conversación hasta llegar a Kiev insiste en que «el problema es que muchos rusos creen que es una guerra justa para liberar a los ucranianos».