Sirios que vuelven se cruzan con sirios que huyen a Líbano
El punto fronterizo de Masnaa es escenario de nuevos movimientos de población. Mientras los refugiados sirios que huyeron del régimen hace más de diez años emprenden con entusiasmo el camino de regreso, otros miles, principalmente chiíes, huyen y esperan desesperadamente encontrar refugio en Líbano.

La carretera fronteriza, que serpentea por las montañas del Antilíbano y une los puestos de control libaneses y sirios, separa dos mundos definitivamente irreconciliables. El contraste entre ambos lados del parapeto que divide la autovía es asombroso. En un lado, sonrisas victoriosas para los que regresan a Siria tras un interminable exilio de más de diez años en Líbano. Lágrimas e incertidumbre sin embargo para los del otro, que tomaron la dolorosa decisión de abandonarlo todo y dejar su patria tras la caída de Bashar al-Assad y la toma de parte del país por parte de grupos rebeldes suníes.
Masnaa, escenario de desplazamientos masivos de población desde el inicio de la guerra civil siria, vive desde hace unos días una nueva encrucijada, una nueva etapa en el desgarramiento del país.
«Por fin volvemos a casa»
En el lado libanés de la frontera, desde hace varios días se repite el mismo ajetreo: decenas de familias enteras que se refugiaron en la Tierra de los Cedros durante las peores horas de la guerra civil siria se aglutinan en las oficinas de inmigración para obtener visados de salida.
«Por fin vamos a volver», dice Ayman sin aliento. «Salimos de Siria en 2013, hace once años. Hemos pasado por todo en Líbano, hasta lo más reciente, la guerra emprendida por los israelíes. No puedo creerlo, todos esos años pensé que nunca volveríamos, ¡y en unos días cayó el tirano!» No muy lejos, Ahmad, de unos 60 años, añade: «No sabemos lo que nos espera, pero por fin estaremos a salvo en nuestro propio país, si Dios quiere».
A pocos metros, al otro lado de la carretera, todo es desolación. Cientos de personas, mujeres, hombres y niños, permanecen de pie a lo largo de la carretera. Tras la caída del régimen, la minoría chií de Siria se encuentra en estado de shock y teme poder llegar a ser víctima de atrocidades a modo de represalia. Por el momento, están varados aquí, en el no man’s land entre los dos países: las autoridades libanesas, que ven cómo se hace realidad el tan esperado regreso de los cientos de miles de refugiados presentes en su territorio, no parecen dispuestas a acoger a una nueva oleada de sirios.
Miedo a la venganza
El terreno baldío al borde de la carretera se ha transformado en un auténtico campamento al aire libre para desplazados. «Todo es nuevo, esta situación es muy parecida a la de Afganistán después de que los talibanes tomaran el poder. Se ha abierto una puerta y no sabemos qué hay detrás. Estoy esperando para cruzar a Líbano y luego intentaré irme a Europa. Hay mucho resentimiento en este país, soy un chií alauita, como Bashar al-Assad, y tengo mucho miedo a la venganza, más aún después de la revelación de todas las atrocidades cometidas», explica un hombre de 55 años, de Latakia.
Encontramos a Mohamed Abdel Hussein, de 35 años sentado en un murete. A su lado hay varias maletas sobrecargadas en las que él y su familia han metido lo que han podido. «Nací en Siria, de padres iraquíes, y mi apellido es problemático, porque es chií. Ya solo eso me pone en una situación muy peligrosa si me controlan, me siento amenazado, así que toda mi familia y yo decidimos huir», afirma antes de continuar: «El futuro es absolutamente incierto, no podemos predecir nada, pero para las minorías chií y cristiana va a ser muy peligroso. Lo único que espero ahora, por fin, es poder dormir. No tengo planes para los próximos días, no lo sé, estoy aquí», explica.
Un grupo de hombres nos cuenta que llevan cuatro días esperando la luz verde de las autoridades libanesas. «Decidimos marcharnos después de ver en Internet vídeos de personas linchadas y de recibir mensajes intimidatorios. Sabemos que todos estos grupos que han tomado el poder son herederos de Daesh, aunque digan lo contrario y crean que están preparados para dirigir el país», explica Ali, florista de 37 años.
Es un fenómeno sorprendente: mientras la palabra se libera por fin en Siria, los aspirantes al exilio intentan no mostrar ningún signo de simpatía por Bashar al-Assad. «No estamos vinculados al régimen, por supuesto, pero nos protegió, eso es innegable», reconoce Hussein, treintañero. Badr, de 55 años, se desespera al lado de su mujer, junto a sus hijos y sus nietos pequeños. Como muchos otros, vive en el barrio de Sayyida Zeinab de Damasco, un bastión chií de la capital.
«Llevamos cuatro días sin comer nada y nuestros hijos no entienden lo que está pasando. Siria se acabó para nosotros, lo entendimos cuando Bashar al-Assad abandonó el país». No muy lejos, Rukaya Sudán oculta sus lágrimas tras sus gafas de sol. «Sabíamos que nos iban a atacar, tarde o temprano. Solo quiero vivir en un país seguro, y ya no es el caso. Hemos sufrido mucho en este país, pero esto es demasiado. No sabemos a dónde ir ni quién nos querrá. Líbano, Irak, Irán, iremos donde podamos, pero de momento estamos aquí atrapados.
Acaban de llegar camiones de ayuda humanitaria. A su alrededor, una pugna frenética: mientras los hombres se pelean por unas pocas raciones de pan, los niños trepan por los vehículos para conseguir algo de comer. Un poco más allá, un grupo de hombres de unos treinta años se muestra especialmente desconfiado, infundiendo miedo a los sirios que esperan. «Por supuesto, no somos los únicos que intentamos marcharnos, aquí no hay solo civiles, y eso nos preocupa. Los soldados del régimen también intentan salir, están entre nosotros y nos están convirtiendo en objetivo», comenta un hombre de unos 40 años, mirándolos. «Mi objetivo es llegar a Kerbala [en Irak]. Es el único lugar donde estaremos a salvo».
A unos cientos de metros, los refugiados sirios procedentes de Líbano que se dirigen a Damasco son recibidos por grupos de combatientes pertenecientes a distintos grupos, reconocibles por los escudos de sus trajes. Barbas largas, ropa militar, kalashnikovs en bandoleras, han tomado posiciones en los puestos abandonados por el régimen y saturan la carretera que conduce a Damasco. A su alrededor, los vehículos militares del régimen están quemados y los retratos de Bashar al-Assad arrancados. Los sirios, sometidos por un régimen sanguinario cuyas atrocidades –aunque bien conocidas– están dando la vuelta al mundo, se han liberado, pero han dado un gran salto hacia lo desconocido.

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