Argentina hace 40 años: El testimonio del horror frente a jueces y militares
Un 9 de mayo de 1985, Pablo Díaz, uno de los adolescentes detenidos en la «Noche de los Lápices» en 1976, testificó en el Juicio a las Juntas Militares argentinas que había empezado el 22 de abril. Sus seis compañeros siguen desaparecidos. En entrevista a NAIZ recuerda aquel histórico proceso.

El 22 de abril de 1985, Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera, Orlando Ramón Agosti, Roberto Eduardo Viola, Armando Lambruschini, Omar Graffigna, Leopoldo Fortunato Galtieri, Basilio Lami Dozo y Jorge Anaya, máximos responsables de las Juntas Militares argentinas, se sentaban en el banquillo de los acusados. Era el inicio del histórico Juicio a las Juntas Militares.
Hasta mediados de agosto de ese año, más de 800 testigos supervivientes de la dictadura cívico-militar y los centros clandestinos de detención prestaron declaración ante el tribunal compuesto por seis jueces –Carlos Arslanian, Andrés D´Alessio, Guillermo Ledesma, Jorge Valerga Aráoz, Jorge Edwin Torlasco y Ricardo Gil Lavedra–, el fiscal Julio César Strassera y su adjunto, Luis Moreno Ocampo.
Uno de los primeros testigos en declarar fue Pablo Díaz, quien siendo apenas un adolescente fue secuestrado el 21 de septiembre de 1976 en La Plata.
Días antes habían sido detenidos María Claudia Falcone (16 años), Francisco López Muntaner (16), María Clara Ciocchini (18), Horacio Ungaro (17), Daniel Racero (18) y Claudio de Acha (18). Aún siguen desaparecidos.
Díaz se despidió de ellos el centro clandestino conocido como el Pozo de Banfield con la promesa de no olvidarlos. La historia de estos jóvenes militantes de la Unión de Estudiantes Secundarios y de la Juventud Guevarista que lucharon por el Boleto Estudiantil Secundario fue llevada a la gran pantalla en la película “La noche de los lápices” de Héctor Olivera.
En entrevista con GARA por videollamada, Díaz subraya que «a 40 años del juicio, tengo la calma de haber sido testigo fundamental. Siempre pienso en los familiares de los desaparecidos y en ellos».
«Desde las instancias políticas se trata de cuantificar el horror poniendo en cuestión cuántos fueron los desaparecidos ¿30.000, 9.000? El horror es horror desde la primera víctima»
Sobre cómo recuerda el momento de prestar declaración, señala que «la noche y horas previas hablé con ellos. Entré en la sala del tribunal con ellos, quienes hablaron a los jueces a través de mí. Siempre asumí que por algo había sobrevivido y que ellos estaban en primer lugar. Muchos de quienes presenciaron mi testimonio me comentan hasta el día de hoy que fui muy gestual; me tocaba los ojos como si aún tuviera vendas, mantuve las manos aprisionadas a la espalda, me tocaba las partes del cuerpo en las que me dieron con picana eléctrica. Fue como volver al Pozo de Banfield».
«Cuando regresé a la sala de la Fiscalía, estaba una de las hermanas de los chicos de la ‘Noche de los Lápices’, como se conoce el secuestro sistemático, tortura y desaparición de adolescentes en La Plata. Le dije, nombré a tu hermano, y lloramos juntos».
«Mi fantasía es que cuando la naturaleza me lleve, volverlos a ver y preguntarles si como superviviente hice todo lo que pude para que la sociedad sepa de ellos. Y miedo es volver a ver a Claudia a sus 16 año y yo ir con mi vejez, afirma».
Sacar a la luz los campos de concentración
Con el juicio, la sociedad argentina fue conociendo la dimensión de las violaciones de derechos humanos cometidas por los militares y la existencia de campos de concentración que «generalmente, están en las profundidades. Se hacen públicos después. La gente los fue descubriendo conforme los fuimos mostrando en nuestras declaraciones».
«Héctor Olivera –director de la película ‘La noche de los lápices’– me reconoció que no se creía que hubiera campos de concentración cuando se lo decían amigos suyos. Él se sorprendió con mi relato sobre el asesinato de adolescentes por su militancia en la escuela de secundaria. El juicio, sin duda, entró en las casas, se apoderó de las sobremesas familiares...».
Clima de impunidad
El juicio se desarrolló con los militares en la calle, que reclamaban la amnistía, con el rechazo de gran parte de la sociedad argentina y bajo el temor a un posible alzamiento militar. Había mucho miedo.
«El terror todavía estaba instalado como sinónimo de paralización. Previamente al juicio, participé muy activamente junto a otros supervivientes como Adriana Calvo Laborde –la primera exdetenida desaparecida en declarar– en la Comisión Nacional Sobre la Desaparición de Personas (Conadep). Buscábamos testigos que no querían hablar porque tenían miedo. La vuelta del horror se asemeja a un proceso de reanimación, de volver a la normalidad porque los campos de concentración no son normales. Muchos testigos y compañeros temían volver a ponerse en peligro».
«El juicio entró en las casas, se apoderó de las sobremesas familiares...»
«Mis padres no sabían que iba a declarar. Cuando esa noche volví a casa solo, mi madre me abrazó llorando. Me dijo que fuera a hablar con mi padre, que estaba en la biblioteca. Cuando me vio, me gritó que había puesto en peligro a todos mis hermanos. Después de declarar, hubo personas que se cambiaron de acera para no tener que cruzarse conmigo y tener que saludarme. Tenían miedo de que les pudiera pasar algo por el mero hecho de hablar conmigo. Pero no me importó. Siempre ha prevalecido en mí la promesa que les hice cuando me despedí de ellos en el Pozo de Banfield», subraya sin ocultar su emoción.
«Strassera me dijo: ‘Vas a hacer historia’»
En este punto de la conversación, recuerda «una anécdota muy famosa» con Moreno Ocampo. «Estando un día con él me dijo que en tres días iba a declarar. Le dije que no podía. ‘¿Pero acaso no te has preparado para ello?’, me preguntó. Le expliqué que los padres de la chica con la que estaba saliendo no sabían lo que me había ocurrido y le pedí más tiempo. Me dijo que no y me recomendó que me peleara con ella. Así lo hice. Me fui de Buenos Aires a la ciudad de La Plata, me peleé con ella. A los tres días declaré y a la semana la volví a ver. Me dijo que no sabía el lío que le habían armado sus padres por andar conmigo. Moreno Ocampo comenta en su libro que le sorprendió que mi única preocupación fuera que los padres de mi novia no supieran lo que había pasado y no lo que iba a hacer», cuenta.
«Estando con el fiscal Strassera y una de sus ayudantes, Mabel Colagongo, este me puso la mano en el hombro y me dijo: ‘Pablo, vas a hacer historia’. ‘Si no lo matan’, respondió Mabel. En ese momento no pensé en el peligro, tal vez porque era muy joven y porque salí muy enamorado de Claudia Falcone. Después de prestar testimonio, el juez D´Alessio me preguntó cómo alguien se puede enamorar en un campo de concentración con todo el horror que encierra. Jack Fuchs, sobreviviente de Auschwitz y Dachau, me contó que él se había enamorado de quien le daba agua durante el trabajo forzado. Frente al horror y las violencias más intensas –violaciones, electricidad, golpes...–, pudimos entrelazar muestras de amor entre las víctimas», resalta.
«Cuando la democracia se fue afianzando –prosigue–, pudimos hacer películas sobre los hechos y viajar por el mundo participando en festivales de cine, la sociedad nos fue legalizando».
«¡Qué difícil lo que te voy a decir! Vale más que tu nombre salga en una película comercial que declarar en un juicio como el de las Juntas», se lamenta.
Seguir impactando en la sociedad
Cuatro décadas después, incide en la necesidad de seguir «mostrando el horror para que avergonzarnos» e impactando. Tiene entre manos un nuevo proyecto audiovisual.
«Vamos a filmar en el Pozo de Banfield. Yo con mi vejez en un calabozo, vendado, torturado, semidesnudo. Entran dos guardias, abren la puerta, me alzan, del primer piso me bajan al sótano. Cuando me están recostando con un pedazo de venda levantado, veo a una chica de 16 años semidesnuda con un tiro en la nuca, ensangrentada. Cuando me van a pegar un tiro, uno grita ‘a este no’. Es cuando se ve al resto; un chico de 15 años, otra chica de 16... todos asesinados con un tiro en la nuca».
«¿Por qué es necesario seguir pensando en ello a día de hoy? Porque en la cotidianidad de las cosas y la naturalidad que les damos a las dictaduras con el correr del tiempo, tenemos que poner estas imágenes. ¿Quién puede justificar la desnudez, las violaciones, el asesinato de una adolescente?».
«El desaparecido ya es adulto para cualquier generación. Yo tengo que demostrar que Claudia, Horacio, Claudio, Panchito, Daniel, María Clara... no eran adultos y que tenían derecho a vivir. Siento la necesidad de volver a mostrar sus rostros. El impacto es necesario constantemente en la sociedad», remarca.
«Entré en la sala del tribunal con ellos, quienes hablaron a los jueces a través de mí. Siempre asumí que por algo había sobrevivido y que ellos estaban en primer lugar».
Pablo Díaz, que hasta diciembre tiene charlas agendadas dentro y fuera de Argentina, suele proponer a los más jóvenes hacer el siguiente taller: «Les invito a imaginar 9.000 personas en fila y a cerrar los ojos. A la primera, que la desnuden, la violen cuantas veces quieran, le pongan la picana eléctrica en los pechos, en el pene... para la cuarta persona estarán cansados. ¿A quién llamarán entonces para que les ayude con las restantes? ¿A su novio, abuela, padre, madre, amigo, hermano...? Si con la primera persona no sentiste horror, tenemos un problema moral como sociedad. Porque el horror no es cuantitativo».
Hoy, en Argentina, como en cualquier otra parte del mundo, desde las instancias políticas se trata de cuantificar el horror poniendo en cuestión cuántos fueron los desaparecidos ¿30.000, 9.000? El horror es horror desde la primera víctima. El juicio tenía por finalidad mostrar el horror, lo que los seres humanos somos capaces de hacer y lo que no tiene que suceder».
La voz de los jueces
Uno de los jueces del tribunal fue Ricardo Gil Lavedra, quien recogió los entresijos del proceso en el libro “La hermandad de los astronautas”.
«No sabíamos lo que iba a pasar una vez de que abriéramos esa enorme audiencia pública con tantas tensiones. No sabíamos si íbamos a poder llevarla adelante, si íbamos a poder mantener el orden dentro de la sala, si iba a ver un alzamiento militar. Había miles de preguntas sin respuesta en el aire. Recuerdo ese 22 de abril como un día de mucha tensión», relata a GARA.
«La gran mayoría de la sociedad no conocía lo que había ocurrido ni su gravedad. Me incluyo y también a mis compañeros de tribunal. Sabía que habían ocurrido cosas, pero, sinceramente, no sabía que respondían a un plan sistemático y ordenado en todo el país. Ahí comenzó a descorrerse el velo», señala.
Sobre el impacto de los testimonios escuchados a lo largo de esos meses, Gil Lavedra remarca que «los testigos comunican sentimientos. Son relatos humanos y como tal los vas recibiendo. Somos como cualquier otra persona, lloramos y nos enojamos escuchando los testimonios».
El actual presidente del Colegio Público de Abogados de Buenos Aires resalta que «la gran enseñanza que nos deja este hecho histórico es el valor de aplicar la ley igual para todos».
La vista oral finalizó el 9 de diciembre de 1985 con las condenas a Videla, Massera, Viola, Lambruschini y Agosti.

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