El sur de Líbano, ante los ataques de Israel y el desarme de Hizbulah
Un año después del inicio de la guerra de 66 días, el alto el fuego firmado en noviembre apenas ha servido de alivio a los habitantes del sur de Líbano. Mientras Israel multiplica sus ataques, los residentes de la frontera viven entre la incertidumbre y el sentimiento de abandono.

A más de 1.200 metros de altitud, Kfarchouba, una pequeña ciudad escarpada del sur de Líbano, tiene un aire apocalíptico. La localidad, que roza la línea de retirada trazada por la ONU en 2000 -frontera difusa entre el país del Cedro, Israel y los Altos del Golán-, vive a la sombra de tres colinas ocupadas por el Ejército israelí desde principios de los años setenta, cuyas posiciones se distinguen a simple vista.
Su geografía la ha convertido en uno de los puntos más calientes de la región. Sus callejuelas aún conservan las cicatrices de los combates de 2024: enfrentamientos encarnizados, incursiones terrestres y bombardeos aéreos que redujeron barrios enteros a escombros.
Entre las ruinas de tres casas familiares que dominaban la llanura, Karam Abdoul Fateh, de unos 60 años, pinta las tablas de un prefabricado que ha levantado con sus propias manos. Invirtió en esta vivienda provisional 10.000 dólares, casi todos sus ahorros, «sin la ayuda de nadie (...). Tenía una casa de tres pisos, justo al lado. Eran de mi familia. Todas fueron pulverizadas», relata con amargura.
El recuerdo de su huida permanece aún vivo: «Fue a mediados de 2024. Mientras cuidaba mis árboles vi, a pocos metros, un lanzacohetes de Hizbulah. Entendí de inmediato que debía marcharme y no regresar hasta el fin de las hostilidades. Fue la última vez que vi mi casa».
De vuelta tras el alto el fuego, confiesa sentirse como si construyera sobre arenas movedizas: «No sé cuánto tiempo durará lo que levanto. Pero no tenemos elección, es un deber. No queremos abandonar nuestra tierra».
En este pueblo mayoritariamente suní, la cuestión del arraigo regional de Hizbulah divide. Algunos ven en la milicia chií la única fuerza capaz de defender el sur de Líbano -un sentimiento arraigado en la retirada israelí de 2000 y en la guerra de 2006-, mientras otros expresan su rechazo abierto a sus combatientes.
El propio Karam Abdul Fateh tuvo un altercado con miembros del Partido de Dios, lo que le valió ser interrogado posteriormente por la Seguridad General libanesa. «Necesitamos un Estado fuerte -afirma con severidad-. Que los partidos dejen de preocuparse de su propia supervivencia y sirvan, al fin, a este país».
EL PESO DE LA HISTORIA
A pocos metros, en un vieja vivienda todavía en pie, tres generaciones comparten un narguile en el salón familiar. En los teléfonos circulan vídeos de soldados israelíes patrullando por las calles de Kfarchouba en blindados, tanques o a pie. « Les sacábamos fotos a pesar de sus amenazas, eso los enfurecía. Un dron bajó del cielo y lanzó granadas», recuerdan.
Aunque las incursiones han cesado en los últimos meses, la intensificación de los ataques israelíes en el país alimenta la ansiedad. Y si el alto el fuego ha sido respetado por parte libanesa -una sola violación reportada frente a más de 4.500 del lado israelí-, muchos temen que una nueva ofensiva no tarde en llegar.
La presión aumenta. Pese a que Hizbulah ha retirado gran parte de su armamento pesado del sur bajo supervisión del Ejército, las exigencias israelíes y estadounidenses de un desarme total se hacen cada vez más insistentes. El Partido de Dios, por su parte, no parece dispuesto a obedecer. Al mismo tiempo, las declaraciones recientes de Benjamin Netanyahu, exhibiendo un mapa mesiánico de un «Gran Israel» que incluye partes de Líbano, Siria, Jordania e incluso Egipto, acrecientan la inquietud. «Incluso si entregáramos las armas, tememos que nada detenga a los israelíes. ¿Es realmente esa la cuestión? Muchos lo dudamos», afirma Mohammad.
DÉCADAS DE SUFRIMIENTO
Zahia Khassab, de 97 años de edad, escucha atenta a sus nietos debatir. La anciana, presentada con orgullo como «más vieja que el Estado de Israel», no ha perdido la memoria. Para ella, Hizbulah no es más que un capítulo más en una vida marcada por guerras interminables.
«Nuestra existencia ha sido, desde 1948, una sucesión de sufrimientos. La destrucción de nuestras casas, los exilios, las reconstrucciones… Perdí mi hogar cinco veces. Teníamos títulos de propiedad de nuestras tierras, donde planté olivos. Nunca pude volver», se lamenta. «En aquel entonces, Hizbulah ni siquiera existía », añade alguien en la sala.
El alcalde del pueblo, Kassem Kadri, de 81 años, comparte el mismo diagnóstico: «Desde 1958, nuestra tierra es un campo de batalla permanente: sirios, palestinos, combatientes iraquíes o libios, y la ocupación israelí… Pero nunca habíamos visto nivel tal de destrucción como el de ahora».
Mientras los habitantes siguen con preocupación las noticias, la pantalla de un teléfono muestra el último ataque. A tan solo unos kilómetros, en Bint Jbeil, una doble incursión israelí acaba de segar la vida de cinco miembros de una misma familia, entre ellos varios niños. «Una masacre», murmuran en Kfarchouba.
ALTO EL FUEGO UNILATERAL Y ABANDONO
Ese miedo a ser blanco de un ataque sin previo aviso es un peso cotidiano para muchos de los habitantes del sur. En Nabatieh, gran ciudad chií, Rasha y Maryam ayudan a una amiga cuya vida cambió el 15 de septiembre: un bombardeo israelí destruyó el apartamento colindante, hiriendo a una decena de personas en el edificio.
«El piso había sido marcado en un mapa militar durante la guerra. Estaba vacío. Lo bombardearon un año después, sin advertencia», asegura la inquilina, aún conmocionada.
Las jóvenes lo resumen con amargura: «Este alto el fuego es unilateral. No nos sentimos seguras. ¿Cómo vivir con este miedo constante en el estómago?».
En el centro de Nabatieh, feudo de Hizbulah, motocicletas y tuk-tuks patrullan sin descanso. Los hombres del partido controlan a todo el que consideran sospechoso. Una escena que refleja la debilidad del Estado.
En un local cultural, un grupo de artistas rompe el silencio. La sola mención del Ejército libanés provoca carcajadas. Mohamed, pintor de 41 años, lo explica: «Desde la guerra civil, somos un territorio separado del resto del país. Sin un Estado fuerte, algo acaba surgiendo en su lugar».
Delal Abou Zeinab, de 32 años, interviene: «El Estado libanés termina en la frontera del sur. Nuestra vida es quizá peor que durante la guerra: nadie se interesa por nosotros».
Muchos en la sala asienten con amargura. La conversación se disuelve en frases entrecortadas, recuerdos de guerra y silencios pesados. Lo que domina es una sensación de abandono, de vivir en un país demasiado frágil para proteger a su gente, atrapado entre presiones externas que parecen repetirse de generación en generación.
«No vimos al Ejército durante la guerra», recuerda un joven fotoperiodista. Según él, la retirada de Hizbulah hacia el norte respetando los términos del alto el fuego dejó a la población sin ningún tipo de protección. Su conclusión es amarga: un Estado incapaz de defender a su gente no puede exigir el desarme de la resistencia. «Sin embargo, estoy a favor de un Estado fuerte, no de vivir bajo el control de una milicia. Pero temo mucho que el Estado libanés no se comprometa en la vía de la resistencia».
Un joven allí presente baja la voz antes de concluir: «No sé si existe una solución para todo esto. Pero el problema lo conocemos: es Israel. Y no imaginamos que los países que lo crearon puedan venir hoy a ayudarnos».

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