La pasión que engulle a la razón
[Crítica: ‘Passion simple’]
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Afirman los científicos que cuando estamos inmersos en el mágico proceso de la conquista amorosa, y más exactamente, cuando estamos cerca de esa otra persona por la que suspiramos (pero que tememos que no esté suspirando de la misma manera por nosotros), entonces nuestro coeficiente intelectual cae en picado. La explicación es tan evidente que, de hecho, puede hacernos sentir estúpidos: resulta que estamos tan pendientes del otro, que no estamos por lo que tenemos que estar. Esto es, nosotros mismos.
Es importante valorarse, guardarse para uno mismo un mínimo de autoestima para que, llegado el momento de la verdad, no se caiga en el ridículo más bochornoso. Aunque a decir verdad, ¿quiénes somos nosotros para juzgar? ¿Acaso estamos libres de este pecado? Por supuesto, no, porque la carne es débil, y claro, ella misma se encarga de que caigamos en la tentación. A propósito de todo esto, la directora de origen libanés Danielle Arbid se queda embobada mirando a una mujer (Laetitia Dosch, actriz principal de esta función) que, precisamente, se ha quedado embobada en el metro.

Lo que le pasa es que sus pensamientos no consiguen despegarse del ‘otro’, encarnado este por Sergei Polunin. Ella es una escritora francesa, que cuando no está creando novelas es porque está impartiendo clases de literatura en una universidad. Él es un diplomático ruso casado, y con una más que remarcable predisposición a enseñar los tatuajes que recubren su cuerpo. Uno de ellos es el escudo de Ucrania (en una posible referencia a las recientes adquisiciones territoriales de su país), otro es la cara del Joker de Heath Ledger, otro es una doble rueda de molino que, según dice, simboliza el fuego y el agua, o sea a él y a ella.
Visto desde fuera, suena todo muy ridículo, pero de nuevo, no podemos juzgar, porque nos guste o no, todos hemos pasado por este penoso proceso. Pobres, hay que entenderles: están enamorados, y claro, no atienden a razones. No están por lo que deberían estar (de nuevo: prestar un mínimo de atención a la imagen que proyectan al mundo). Y en este mismo remolino se encuentra atrapada ‘Passion simple’, la nueva película de Danielle Arbid.
Solo que, como proclamaba aquel clásico de la bachata, lo que ella siente no es amor, sino una obsesión. Una pasión, vaya, que actúa en su sistema nervioso como una droga; como esa adicción de la que no se puede desenganchar. Seguimos en el metro, mirando a la mujer de mirada perdida. La cámara, omniconsciente, se mete en su cabeza mediante un sugerente solapamiento de imágenes y reflejos, mostrándonos esa carne que la trae por los ardorosos caminos de la amargura. El sexo, aunque sorprendentemente pudoroso, es maravilloso… lo que pasa es que pasado el orgasmo, solo queda el vacío; la nada, en espera del próximo encuentro en la cama.
A este bucle infernal por el que, repito, casi todos hemos pasado, ‘Passion simple’ aporta el punto de vista predominante de ese personaje que, históricamente, ha sido relegado al segundo plano. La amante, de normal simple catalizador para un drama romántico-familiar cualquiera, carga aquí con un protagonismo que evidencia, de paso, un peso sentimental aplastante. La vida de la que a ojos extraños podría pasar por ‘otra destroza-hogares’ se nos muestra como un destrozo en sí mismo; como una ruina de tales proporciones, que parece obedezca a una especie de castigo divino.
Por supuesto, ahí está el problema, en el (des)dibujo de un personaje reducido a la mínima expresión parasitaria de un ser hiper-dependiente, incapaz de pensar, hablar o, ya puestos, respirar, sin su sustento pasional. Y que conste que no debería haber ningún problema por hablar del calentón (que de esto va ‘Passion simple’, al fin y al cabo). De hecho, no me he cansado de defender las dos últimas (y muy controvertidas) películas del antaño reverenciado Abdellatif Kechiche. En ellas, el hombre nos habló durante un acumulado de seis horas, sobre los placeres hedonistas del deseo sexual.
Lo que pasa es que si en aquel programa doble se celebraba por todo lo alto el frenesí copulador de la juventud francesa, aquí se carga el relato con un discurso moralizador que, además, presenta a la mujer como única destinataria de una culpa que, de entrada, ni debería existir. La película, que definitivamente no está por lo que debería estar, opina que ella no es nadie sin su amante… ni sin su hijo… ni sin su ex-marido, lo cual duele, y directamente avergüenza.