2025 MAR. 07 - 06:00h Maurice Ravel, la virtud del inclasificable La celebración del 150 aniversario del nacimiento del compositor labortano Maurice Ravel sirve para señalar el particular perfil de un músico que hizo de su constante aprendizaje creativo parte principal de una identidad que en lo personal ofreció contradictorios rasgos. El compositor labortano Maurice Ravel, en una imagen de 1899. (LIPNITZKI | ROGER-VIOLLET | AFP) Kepa Arbizu Cobijada por el órgano que preside el interior de la preciosa iglesia barroca de San Vicente, en Ziburu, su pila bautismal esconde una inscripción que recuerda el sacramento oficiado en dicho lugar a un bebé llamado Maurice Ravel. El mismo nombre que será agasajado con merecidos homenajes a lo largo del mundo, desde París a Yucatán, con motivo de la celebración de los 150 años de su nacimiento. Dos escenarios contrapuestos que sin embargo sirven como simbólico reflejo de la personalidad del ilustre compositor, en la que convivían por igual una condición recatada y serena con una anárquica genialidad. Vasco de cuna, universal en su formulación Nacido el 7 de marzo de 1875 en la localidad labortana, enclave que abandonaría a los pocos meses de vida dirección a París, aunque serían recurrentes sus estancias en Donibane Lohizune, las discrepancias por parte de sus biógrafos a la hora de rastrear con mayor o menor relevancia creativa su ascendencia vasca, señalándola como residual Theo Hirsbrunner mientras que para Roland Manuel significó un legado trascendental, provengan posiblemente de su absoluta capacidad para imantar todo tipo de influencias artísticas, haciendo de su mirada el resultado de la adopción de un universo amplio y complejo. Más allá de esa realidad, no parece haber duda de que las canciones tradicionales cantadas por su madre, Marie Delouart, nunca dejaron de retumbar en su memoria, al igual que ciertos ritmos ancestrales que tomarían presencia en composiciones, algunas de nombre tan ilustrativo como el proyecto inacabado de ‘Zazpiak Bat’. Sea como fuere, su figura iba a desarrollarse inundada de una pasión alimentada desde latitudes múltiples. Una caleidoscópica identidad que se fraguó desde una iniciática oposición al recto mandato académico, rehuyendo cursar estudios de solfeo pero diestro en absorber las lecciones de sus maestros. Tampoco el conservatorio, demasiado encerrado en sus dogmas, se convertiría en la cuna de un aprendizaje que rápido le enseñó que su papel no estaba llamado a desempeñarse como pianista, faceta de la que siempre le intentaron apartar por su poca dotada complexión física, lo que también le eximiría de participar en primera línea en la Primera Guerra Mundial, sino haciendo brotar su imaginación hasta transformarla en fascinantes melodías. Un destino descubierto gracias, en buena medida, a su mentor, Gabriel Fauré, que espoleó su pasión compositiva y por extensión un acercamiento a otras artes, especialmente la poesía y pintura. Una entrada de estímulos alegóricos que le encadenarían a ser catalogado, junto a Claude Debussy, al que siempre unió una relación entre la admiración y el intento por separarse de su estela, como máximo representante del movimiento impresionista, una definición demasiado restrictiva como para encapsular su procaz afán creador. Desertar de la norma establecida Espíritu iconoclasta que no fue inmune a su particular contexto social, donde el desánimo consecuencia de la imposición de un emperador germano, derivado de la guerra franco-prusiana, avivó un clima artístico enfrentado a la invocación de la frivolidad oficiada en los grandes salones, siendo círculos como el de la Société Nationale de Musique o incluso las tabernas de Montmartre, las mismas que vieron nacer a Erik Satie, donde se percibía una ebullición que Ravel no tardó en asumir desde su pronta juventud, manifestada incluso alrededor de un grupo cultural, de explicativo nombre, Los Apaches, en el que participaron su amigo e inspirador Ricardo Viñes, Manuel de Falla o Stravinski, convertido en una diáspora alejada de la ortodoxia. Esa determinación por eludir cualquier cortapisa a su aspiración musical se visibilizaba a través de una sobresaliente aptitud para recoger influencias de diverso origen. Tanto es así que el simbolismo poético, representado especialmente por Baudelaire, Mallarmé o Verlaine, a quienes trasladaría en no pocas ocasiones al pentagrama, que dotaba a su estilo de un aura casi esotérico, convivía con el gusto por el sentido flotante que proporcionaba el clasicismo o incluso fagocitaba el exotismo oriental, al que accedería gracias a su promoción en la Exposición Universal de 1889. Un conglomerado de acentos que lejos de desenfocar su identidad fueron los que aportaron una incomparable originalidad para quien lograba reunir en una misma figura al santo y al demonio. La incomprensión del revolucionario Una identidad que si ya con su obra final de la etapa como estudiante, la ‘Obertura de Shéhérazade’, había cosechado la desaprobación, los continuos rechazos a ser galardonado con el prestigioso Premio de Roma generaron una explícita y pública reprobación por parte de unos colegas que ya le situaban en una admirada posición gracias a obras como ‘Jeux d’eau’ o ‘Pavane pour une infante défunte’. Su nombre, consecuencia de dicha polémica, expandía una popularidad de la que sin embargo decidiría tomar distancia viajando a los Países Bajos. Un breve paréntesis que no interrumpió una producción que cada vez respondía a un mayor esmero perfeccionista en su elaboración, especialmente en lo concerniente a la orquestación, y que permanecería en constante alerta de todo aquello que sucedía a su alrededor. La autoexigencia que manifestaba Ravel no estaba emparentada con el propósito de mimetizar las normas clásicas, al contrario suponía integrar diversas, y a veces divergentes, referencias entorno a un característico juego de máscaras donde nada era lo que podía sugerir a primera vista y su núcleo se escondía recubierto de varias capas. Solo de esa manera se puede entender el aspecto carnavalesco tras el que asoma su oscuridad ‘Sur l'herbe’, el patetismo que alimenta el enfoque romántico de ‘Gaspard de la nuit’ o el irónico erotismo que supura ‘L'Heure espagnole’, recogido con desdén por una crítica y un público que antepuso su fervor moralizante. Incomprensión que se alargaría, y que compartiría con Stravinski en su estreno de ‘La consagración de la primavera’, cuando aceptó la invitación de Serguéi Diáguilev, coreógrafo ruso que agitó los escenarios parisinos a principios del siglo XX con sus ballets, para componer ‘Daphnis et Chloé’. La genialidad llamada a conquistar la historia se chocaba contra la frialdad de sus contemporáneos. Camino a la oscuridad Si la declaración de la I Guerra Mundial significó sumir en tinieblas a Europa, ese crepúsculo se extendió en el ámbito intimo de Ravel tras el fallecimiento de su madre, enterrando también, con todo lo que eso significaba metafóricamente, su figura de dandi efervescente. Alojado desde entonces en un caserón –hoy convertido en museo– ubicado en Montfort-l'Amaury, en Yvelines, dicho retiro espiritual y social no le impidió ni afrontar una exitosa gira por América ni firmar dos de sus obras más representativas. Porque si su ‘Bolero’ significa su creación mas icónica, un efectista pero efectivo divertimento extendido sobre un majestuoso in crescendo, ‘L'enfant et les sortilèges’ pasa por ser una de las más perfectas. Paradójicamente, la misma década de los treinta que de nuevo situaba al músico en los escenarios europeos, fue también la que trajo consigo los primeros síntomas de una enfermedad que iría limitando su capacidad motora hasta el punto de silenciar por completo su existencia el 28 de diciembre de 1937, a los 62 años. Su desaparición dejaba un legado extenso y talentoso que todavía hoy sigue siendo interpretado y sobre todo disfrutado por los oyentes. Si algunos creadores han hecho de su existencia el alimento de su propia obra, Maurice Ravel volcó en su trabajo todos sus instintos, hasta el punto de ser casi desconocidos episodios biográficos ajenos a ese ámbito. Las innovaciones y el continuo espíritu transgresor que alteró el recorrido sonoro de su época fueron alumbrados por una personalidad que en el entorno cotidiano se escondía entre diversos y a veces antagónicos registros, donde el solitario y el taciturno cedía ante el amigable conversador o la seriedad reñía con el sarcasmo. Perfiles conjugados en una obra que, más de un siglo después, sigue demostrando su carácter inmortal, desplegando un inagotable muestrario de recursos que nos recuerda los infinitos matices con los que se dictan los sentimientos.