Igor Fernández
PSICOLOGÍA

Hacer hueco

(Getty)

Independientemente del curso de los acontecimientos, cambiar, hacerlo profundamente, es un desafío que no siempre se puede conseguir sin un terremoto interno. Uno con la capacidad de echar abajo no solo lo que pretendíamos cambiar, sino los ‘edificios aledaños’. Y, al mismo tiempo, la rueda no para, el río no cesa, o la metáfora que queramos utilizar que ilustre que el tiempo avanza con nuestra colaboración o sin ella.

Cuando hablamos de esas crisis vitales, a menudo asociadas a las décadas o al cambio de rol (pasar de adolescente a adulta, de soltera a emparejada, de hijo a hijo y padre…), probablemente hablemos del duelo de lo que imaginábamos que no sucedió -hasta el momento- o de lo que hemos atesorado pero que nunca pudimos utilizar, o tememos no hacerlo a futuro. La angustia resultante es una tensión entre lo viejo y lo nuevo, entre la historia y la página en blanco, entre la dependencia de lo que otros hicieron a la independencia y responsabilidad de ser ahora quienes hagan. Pero esa encrucijada contiene en sí también todas muchas más opciones de las que creemos desde la angustia. Esta atenazante sensación nos señala obsesivamente por dentro ese objeto interno que supuestamente vamos a perder si cruzamos el umbral, si finalmente abrazamos esa transformación, pero nos lo muestra desde los ojos de ayer. ¿Quién no va a entrar en pánico si cree perder todo lo que tiene de valor o el suelo bajo los pies? De hecho, tanto es así que muchas personas -si no lo hacemos todos, todas, en cierta medida- se aferran a un aspecto de sí y lo defienden, aunque ya no tenga sentido en la vida de hoy, en su propia vida.

Puede que mis padres nunca pudieran darme lo que yo necesité, que en tal o cual trabajo fueran injustas conmigo, que mi carrera nunca eclosionara como me había imaginado. Y puede que la emoción asociada haya sido tan intensa tantos años, haya condicionado tantas cosas en torno a esa deuda, me haya contado tantas veces esa historia, que simplemente seguir adelante se viva como la aceptación de una derrota, casi de la derrota de una vida; sin darnos cuenta de que, al recordarla constantemente, al tenerla tan cerca de nuestra identidad de hoy, convertimos aquella supuesta derrota -habría mucho que matizar- en un escenario para el hoy. Nos trasladamos a aquella derrota, aquella falta o aquel dolor, como queramos, y sintiéndolo de nuevo, la hacemos real e importante, tanto como lo fue. Nos sumergimos a nosotros mismos, a nosotras mismas, en las aguas densas de entonces, sin otra opción diferente entonces, que recorrer aquellos dolores otra vez, tal cual fueron. Sin oportunidad de sentir otra cosa más que aquello, sin que suceda nada nuevo, ni nada actual al respecto. Y, después de todo este tiempo, quizá sí tenemos el derecho y el poder -quizá el que no tuvimos- de no vivir secuestrados por lo que nunca volverá.