Marcel Pena
Aktualitateko erredaktorea / Redactor de actualidad
POMPEU FABRA, DIEZ AÑOS EN EUSKAL HERRIA

Ingeniero químico en Euskal Herria, lingüista en Catalunya: tras los pasos de Fabra en Bilbo

Lingüista por vocación pero ingeniero de profesión, Pompeu Fabra pasó diez años de su vida en Euskal Herria. Aunque regresó a Catalunya para completar su gran obra, la ordenación de la lengua catalana, el insigne barcelonés tuvo tiempo de codearse con los grandes intelectuales de la época, como Miguel de Unamuno.

Pompeu Fabra.
Pompeu Fabra. (Josep BADOSA)

Pompeu Fabra i Poch es conocido principalmente por ser el hombre que trazó las reglas para la estandarización del catalán y sentó las bases de la lengua tal como la conocemos hoy en día. Lo que no tanta gente sabe es que Fabra era ingeniero industrial y que durante diez años trabajó como profesor en la Escuela de Ingeniería de Bilbo, ciudad en la que nacieron sus tres hijas.

Fabra llegó al mundo en Gràcia, entonces población independiente de Barcelona, en 1868, en el seno de una familia liberal y republicana. Su padre, Josep Fabra i Roca, fue alcalde de la villa durante la Primera República española. Si bien la influencia del progenitor fue clave para que Fabra mostrara desde bien pequeño su interés por la lingüística, gracias a la presencia en casa de varios diccionarios y gramáticas de la lengua catalana, también fue él quien escogió para su hijo los estudios de ingeniería, que más tarde lo llevarían a Bilbo.

Debido a su predisposición por las matemáticas, en 1886 comenzó a cursar estos estudios superiores. Sin embargo, y a pesar de concluir la carrera universitaria en 1890, Fabra nunca abandonó su interés por la lingüística. De hecho, con 16 años, ya escribió su primera gramática catalana.

Durante doce años, Fabra participó activamente en campañas por la reforma lingüística del catalán, como la organizada por la revista “L’Avenç”, mientras vivía con sus padres, su hermana y su cuñado y daba clases de ciencias en academias particulares para ganarse la vida. Todo ello sin olvidarse del estudio del catalán, su verdadera obsesión.

Edificio de la Escuela de Ingenieros Industriales de Bilbo, donde Fabra fue profesor. (Revista Tecnológico - Industrial)

En 1901, Fabra y sus socios tuvieron que traspasar la academia en la que trabajaba, el Colegio Politécnico, por lo que se quedó sin empleo. Por mediación de su sobrino, Josep Galí i Fabra, también ingeniero y que ejercía en Bilbo, opositó para una cátedra en la capital vizcaina, un puesto para el que, tras vacilaciones iniciales, fue elegido en febrero de 1902. El recién nombrado profesor de la Escuela de Ingenieros se instaló en Bilbo inicialmente solo y, tras pasar el verano, con Dolors Mestre Climent, la mujer con la que se casó en Sarrià en septiembre de ese año.

Fabra y Mestre pasaron, probablemente, los años más importantes de su vida en Bilbo, ya que sus tres hijas, Carola (1904), Teresa (1908) y Dolors (1912), nacieron en Euskal Herria. Entre los sitios en los que vivieron figuran la calle Perla, la calle Heros, la calle Espartero (hoy Ajuriagerra), la Casilla, Alameda de San Mamés y, finalmente, la calle Santa Clara de Begoña (hoy Zabalbide, frente al metro de Santutxu), donde nació su hija Dolors y donde Fabra encontró más paz y tranquilidad frente a la ajetreada vida de la ciudad. Respecto a su faceta profesional, Fabra se dedicó a sus deberes en la Escuela de Ingenieros sin dejar de lado el impulso que sentía tener con la lengua catalana, a la que dedicaba la mayor parte de su tiempo libre.

FABRA, UNAMUNO Y LOS VASCOS

Pero eso no significa que Fabra no tuviera vida social en Bilbo. De hecho, Josep Miracle, su biógrafo, explica que el lingüista «entendió que la forma más simple de vivir en un país ajeno es intentar hacer lo que hacen los que han nacido ahí». Así, Fabra conoció los alrededores de la capital vizcaina y Meatzaldea, e incluso aprendió a jugar a pelota (con pala).

Respecto a ello, cuenta con varias anécdotas protagonizadas junto a ilustres personajes bilbainos, como el escritor de la generación del 98, Miguel de Unamuno, o el primo de este, el antropólogo Telesforo de Aranzadi, con quienes compartía la pasión por el excursionismo. Fabra rápidamente pasó a formar parte del círculo de personalidades de la época, del que también participaban nombres como Teófilo Guiard, Víctor Txabarri, Pedro Eguillor o Darío de Regoyos. Todos ellos acudían a las citas organizadas por Aranzadi, de las que Fabra explicaría a Miracle que «pocas veces atraídas por la pureza de la lengua o la belleza del paisaje, eran casi todas con finalidades concretamente gastronómicas».

Unamuno fue uno de los personajes con quien Fabra más conectó durante su estancia en Bilbo, si bien no fue una amistad que se fraguó de forma inmediata. Se cuenta que se conocieron en las tertulias de intelectuales del café Lion d’Or, de las que el catalán recordaba que Unamuno acaparaba tanto la palabra hasta el punto de que «iba a la suya, sin escuchar a nadie», cosa que molestaba incluso al paciente Fabra. Sin embargo, la relación mejoró con el tiempo, como demuestra el hecho de que Fabra se convirtiera en asiduo acompañante de las excursiones del literato bilbaino.

Precisamente, el reputado escritor Josep Pla, amigo de Fabra, explicaba una anécdota de este con Unamuno para ilustrar la fina ironía del ingeniero y lingüista. Parece ser que Fabra y Unamuno hicieron una visita a la orden de los jesuitas, en el Santuario de Loiola. El rector, con intención de enaltecer la inteligencia de sus discípulos, les espetó: «Fíjese usted, don Miguel, en las caras de los muchachos. ¡Qué finura, qué raza, qué inteligencia!». Unamuno, señalando a uno de los chicos, mostró sus dudas: «¿Usted cree, padre rector, que este chico tenga aires de inteligente? No prejuzgo, simplemente lo digo por las apariencias». Tras la pausa incómoda, llegó el turno de la contrarréplica de Fabra, quien con total tranquilidad dijo: «No se preocupen, a este lo deben tener destinado a mártir en China».

Pompeu Fabra y Josep Miracle, corrigiendo textos en la imprenta para el «Diccionari general». (Gabriel Casas i Galobardes | ANC)

Cabe imaginar a Fabra y Unamuno como una extraña pareja: el primero, alto y delgado, siempre usando las palabras justas para dar a conocer solo lo que quería decir, mostraba unas facciones de «buena persona» que Pla comparó con las del busto de Voltaire realizado por Jean Antoine Houdon y que preside el vestíbulo del teatro de la Comédie-Française de París; el segundo exhibía un rictus más serio, con una mirada penetrante, y no tenía inconveniente en dar rienda suelta a todo lo que le pasaba por la cabeza.

Más allá del choque de personalidades, Unamuno presentaba, a su manera, un gran respeto por Fabra, atendiendo de nuevo a lo que Pla dejó escrito. En su obsesión por analizar el castellano de los catalanes, Unamuno se quejaba ante el joven escritor de que los textos de los intelectuales estaban repletos de catalanismos. No así el de Pompeu Fabra, «el único catalán que conozco que habla un castellano perfecto». La razón que le encontró Pla fue que, a su vez, Fabra era quien tenía un mayor conocimiento del catalán, a lo que Unamuno añadió que probablemente también era el hombre «que mejor conoce el inglés y el francés de toda España».

Unamuno siempre guardó un gran recuerdo de Fabra, hasta el punto de alabarlo desde su escaño en las Cortes constituyentes republicanas, al afirmar que «hoy se encarga de la renovación de la lengua catalana un hombre de gran competencia y sobre todo de una exquisita probidad intelectual y de una gran honradez científica, como es Pompeyo Fabra».

De la misma forma que le ocurrió con Unamuno, parece que a Fabra le costaba encajar con los vascos. En las conversaciones mantenidas con Artur Bladé, Fabra rememoraba que sus amistades con «gente del país fueron tardías, quizás porque los bilbainos son todavía más retraídos que nosotros». En otra carta fechada en 1906, posiblemente anterior a conocer a Unamuno y el resto de intelectuales, reflexionaba sobre las relaciones entre Catalunya y Euskal Herria, o más bien dicho, entre catalanes y vascos: «En el aislamiento en el que vivo, no frecuento ningún centro vasco, no conozco ningún bizkaitarra, no leo sus publicaciones; así, no conozco su programa (si es que tienen alguno de bien definido) y menos su opinión oficial sobre “el problema catalán” (que, dicho sea entre paréntesis, creo que no les preocupa demasiado). Mi creencia: la gente de aquí, a pesar de las apariencias, es más parecida a la castellana que a nosotros. ¿Amor, simpatía a los catalanes? No la sé ver. Simpatías accidentales quizás sí: cuando hacemos rabiar a los castellanos».

Pompeu Fabra en una imagen de su juventud, con su inseparable sombrero. (Ateneu Barcelonès)

FABRA COGIÓ EL PARAGUAS

En la Escuela de Ingenieros, donde inició sus clases en 1897, Fabra coincidió con un grupo de profesores procedentes de la escuela de Barcelona, la única existente en el Estado hasta el momento. Aunque Fabra se integró desde el inicio, había algo de Bilbo que continuaba sin encajarle: el clima. «Si bien en aquella época Bilbao ya tenía 100.000 habitantes, a mí siempre me hizo un poco de incomodidad el aire de ciudad nórdica que tiene, con el cielo cubierto en invierno y con su característico olor a humo y a hollín húmedo. A pesar del ambiente “catalanesco” de la Escuela, siempre tuve la impresión de que no respiraba bien. Me sentía encajonado y todo me hacía añorar el paisaje mediterráneo, claro, abierto, perfumado… El mejor del mundo, seguramente», le confesaba en una carta a Francesc Pujols desde el exilio, en 1941.

Esto llevó al catalán incluso a cambiar una de sus más arraigadas costumbres. Una de las pocas excentricidades de Fabra, hombre práctico hasta la médula, era que nunca llevaba paraguas. Una pequeñez en Barcelona, con un clima más seco y mediterráneo, pero que en Euskal Herria se convierte en una guerra perdida desde el inicio. El recién nombrado profesor de la Escuela de Ingeniería de Bilbo tardó poco en darse cuenta, como lo demostraba en una carta fechada en noviembre de 1902, ya que pidió a su amigo y escritor Joaquim Casas i Carbó «un reloj de mesa y un paraguas» como regalo de bodas. En marzo de 1990, el diario catalán “Avui” publicó la factura de la compra de dicho paraguas, recuperada por el bisnieto de Cases i Carbó.

Según explicaría él mismo en 1932, su repulsa a los paraguas, superada por fuerza mayor durante el autoexilio vasco, venía de un accidente que Fabra, que fumaba tabaco en pipa, tuvo años atrás en el tranvía de Barcelona: «No es por los paraguas que he perdido durante mi vida. Fue algo más gordo lo que me hizo tomar esta decisión. Un día, yendo en el tranvía, se me cayó, sin darme cuenta, una cerilla encendida dentro del paraguas. Al tiempo justo de verlo, ya estaba prendido. El tranvía lleno de humo, las mujeres chillando… ¡Imaginad qué complicación encontraros dentro del tranvía con el paraguas en la mano encendido! En casa me riñen porque llego mojado, pero no hago caso». De ahí que, en numerosas fotografías, Fabra aparezca con sombrero, su único refugio los días de lluvia.

Retrato de Pompeu Fabra en 1920. (Amadeu Mariné)

REGRESO A BARCELONA

Poco después de su llegada, entre febrero de 1902 y 1909, constan varios intentos de Fabra por dejar Euskal Herria y regresar a Barcelona con su familia, debido a que «Bilbao se me cae encima» y a «la consciencia del trabajo que dejo de hacer estando ausente de Catalunya». De hecho, durante aquellos años, Fabra solo regresó a Catalunya tres veces: en 1902, para casarse; en 1906, para asistir al I Congreso Internacional de la Lengua Catalana; y en 1911, para gestionar su vuelta definitiva.

Fue gracias a la gestión del presidente de la Diputación de Barcelona, Enric Prat de la Riba, que Fabra pudo volver a Catalunya en septiembre de 1912, gracias a la creación de la Cátedra de Gramática catalana, especialmente diseñada para él. El lingüista Antoni Maria Badia i Margarit, autor de la obra “Pompeu Fabra, entre el país i la llengua”, recordó en la charla “Homenaje a Pompeu Fabra: In memoriam. La recuperación de la lengua. El paso de Fabra por Bilbao”, ofrecida en 1997, la pregunta que se hizo en 1968, coincidiendo con los actos del centenario del recuperador de la lengua catalana: «¿Qué habría ocurrido de no mediar el gesto de Prat de la Riba? ¿Se quedaba Fabra sine die en Bilbao? Parece que nadie puede dar una respuesta satisfactoria».

A su vuelta, la familia Fabra Mestre se instaló en Badalona por recomendación de los médicos, debido al estado de salud de su hija Teresa. En Catalunya, Fabra completó su obra y consolidó la estandarización de la lengua catalana, convirtiéndola en una lengua moderna, útil para el estudio, huyendo de costumbrismos y prestando atención al resto de lenguas latinas. Quizás por ello, según palabras de Josep Pla, Fabra es «el catalán más importante de nuestro tiempo, porque es el único ciudadano de este país, en esta época, que, habiéndose propuesto obtener una determinada finalidad pública y general, lo consiguió de una manera explícita e indiscutible».

Aunque continuó desempeñando sus obligaciones en las Oficinas Lexicográficas del Institut d’Estiudis Catalans (IEC), Fabra vivió en Badalona desde 1912 hasta el 31 de enero de 1939, cuando las tropas franquistas entraron en la ciudad. «Cuando la Guerra haya terminado, Pompeyo Fabra y sus obras irán arrastrados por las Ramblas de Barcelona», había avisado el general franquista Queipo de Llano en un discurso. Y cumplió su palabra: ya con la familia camino al Estado francés, los soldados fascistas entraron en la casa de Fabra, tiraron todos los libros de su biblioteca por el balcón y los quemaron en medio de la calle de la Mercé.

Fabra permaneció en el exilio hasta su muerte, primero en Montpelhièr y más tarde en Prada de Conflent, en Catalunya Nord, donde convivió con otros ilustres catalanes también exiliados, como el músico Pau Casals o Joan Alavedra. Antes, viajó a Andorra para hacer su testamento, pues era el único sitio donde podía dejar sus voluntades escritas en catalán. Según sus cartas en el exilio, pasó sus últimos años entre penurias económicas, aunque formó parte de todos los consejos y los gobiernos de la Generalitat en el exilio.

El 25 de diciembre de 1948, después de la comida de Navidad, Fabra se sintió indispuesto y, antes de que su mujer le llevara el vaso de agua que le había pedido, falleció en su casa de Prada. En 1978, tras la muerte de Franco, existió la posibilidad de trasladar los restos de Pompeu Fabra a Barcelona, pero su familia lo impidió. Ferran Rahola, marido de Dolors Fabra, reivindicó que su suegro ya descansaba «en tierra catalana».