IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Mi mente es una app

Cada vez son más las voces que hablan del efecto de las nuevas tecnologías no solo sobre la eficacia y eficiencia de muchas de nuestras tareas, sino también sobre nuestra propia forma de pensar y actuar. ¿Nos está cambiando la tecnología doméstica? Es evidente que facilita nuestra vida de muchas maneras, pero quizá está siendo también un obstáculo para el mantenimiento de ciertas capacidades sin que nos demos cuenta. En el bolsillo llevamos el mundo entero a un solo clic, millones de datos que jamás utilizaremos, y la posibilidad de conectarnos inmediatamente con personas que viven a miles de kilómetros de nosotros. El teléfono se encarga de avisarnos cuando un nuevo mensaje entra en nuestro terminal, sin discriminar demasiado. Simplemente suena, vibra, y quien más quien menos deja lo que está haciendo, «solo un momento», se dice a sí mismo, a sí misma o a quien le acompañe, pensando que podrá retomar la actividad inmediatamente, lo cual suele ser normalmente falso. Y es que ese sonido apela e implica a dos de las características humanas más arraigadas. Por un lado, como dice el Dr. Paul Atchley, un psicólogo cognitivo de la Universidad de Kansas, los seres humanos somos seres principalmente gregarios, necesitamos –y disfrutamos– estar con otras personas, por lo que cualquier información de tipo social nos interesa. Por otro lado, nuestro cerebro está diseñado de base para reaccionar ante los estímulos novedosos, estamos preparados para estar alerta ante cualquier sonido o imagen nueva; no olvidemos que a lo largo de la historia, hasta hace muy poco, un sonido repentino podía representar la presencia de un depredador. Así que, si unimos ambas tendencias, casi automáticas, la posibilidad de la aparición de una información social relevante y sorprendente se convierte en un estímulo muy poderoso e imposible de ignorar. Por tanto, ante esta posibilidad, parte de nuestra atención, aunque sea sutilmente, está reservada a gestionar dicho estímulo, cuya aparición, además, es probable.

Esto no supondría ningún problema si lo que estamos haciendo es una tortilla o limpiar la casa, pero es una gran interferencia cuando tratamos de resolver o manejar tareas complejas, ya que siempre que cambiamos de actividad, hay un coste en nuestra concentración. Simplemente, no podemos pensar tan a fondo sobre nada si estamos distraídos; parece evidente. Pero las evidencias van más allá cuando se observan las estructuras del cerebro en personas que usan intensamente muchos dispositivos durante mucho tiempo, o cambian constantemente entre aplicaciones o programas al usarlos. Y es que un estudio publicado en 2014 asocia esta manera de utilizar la tecnología con una disminución en la materia gris del córtex prefrontal, lugar asociado con el control del pensamiento y de la emoción, la planificación, la fuerza de voluntad y la capacidad de abstracción. Dicho de otro modo, nuestro cerebro se amolda a la falta de actividad y termina por no crear conexiones internas cuando el procesamiento de la información (por ejemplo, una pregunta como en qué periodo de la historia vivió Leonardo Da Vinci) puede hacerse externamente para obtener un resultado de forma más fácil e inmediata, aunque no se trate, en el fondo, de nuestra respuesta.

Ceder nuestras capacidades a la tecnología parece no ser una gran idea; y, sin embargo, estas no son las únicas cesiones, ya lo hemos hecho con nuestros músculos, dejando de ejercitarlos, o nuestro sistema inmune, hiperhigienizando nuestro entorno. Apagar el móvil durante una tarea que requiera atención o estar en contacto con la naturaleza pueden contrarrestar el efecto, pero, sobre todo, no colgar el cerebro en una percha.