FABRIZIO LORUSSO
IRITZIA

Fuga de cerebros

Durante más de una década, en Italia, España, Grecia y Portugal se ha propalado un mito-realidad: el de la épica fuga de cerebros. Mito, porque el fenómeno se ha idealizado y mistificado. Se han ensalzado presuntos héroes e historias de éxito, se han minimizado y escondido fracasos y precariedades de los nuevos migrantes globalizados. Como si su viaje, muchas veces sin retorno, fuera algo romántico y resolutivo y no la consecuencia del declive socioeconómico de Europa.

A veces, esto implica perderse y no encontrarse jamás, mentir o fingir, vestir idiomas y costumbres ajenas, como en una pieza teatral improvisada. Es peligroso; es el cerebro que emigra y cambia de ropa. Y hay sitios en los que parece más fácil hacerlo, ya que el espacio es enorme y la sociedad variada, fragmentada, con huecos que llenar. El extranjero goza de hipervaloraciones, tantas veces ficticias que pueden traducirse en ventajas concretas o, incluso, en una mayor autoestima o presunción personal, según la inclinación de cada quien.

La fuga de cerebros es una metáfora fascinante y dramática que pretende inducir la idea de que los que se van lo hacen conscientemente y tienen éxito gracias a su singular inteligencia. Básicamente, se supone que su país, las instituciones y su familia los educaron, gastaron recursos, les proveyeron de formación técnica o finuras culturales, comerciales o empresariales, y ahora los expulsan. La realidad es la falta de oportunidades en sus países, tan avanzados como anquilosados, sobre todo después de la crisis de 2008-2009.

Hoy se van, armados de grados universitarios, quizás con algún apoyo familiar y más recursos que antaño, miles de trabajadores intelectuales y talentosos reinventores de sí mismos, pero también masas de ciudadanos euromediterráneos sin tantas perspectivas, sin planes definidos, en conflicto con su propia tierra y pueblo, con sus mentalidades y hasta consigo mismos; es gente en busca de algo distinto que hacer, con o sin capitales y experiencia a su disposición.

Más allá del cerebro no se pueden olvidar los brazos. No todos los nuevos migrantes de las crisis europeas en las últimas dos décadas se definirían como “intelectuales”, o al menos presuntos intelectuales; muchos son obreros, técnicos, aprendices, cocineros, comerciantes, artesanos, carpinteros o pequeños empresarios que fundan su actividad en lo manual. Están los que no arriesgan nada, pues cuentan con sustanciosos patrimonios y apoyos familiares, y los que están a merced de una vulnerabilidad que ellos mismos tratan de negar o ignorar. Pero allí están.

Más de 4 millones de italianos viven fuera de su país, según datos del Gobierno. Muchos de ellos no están empadronados en el registro de residentes en el exterior y mantienen su domicilio oficial en algún municipio del bel paese; por lo tanto, es posible suponer que los expatriados son más, tal vez unos 6 millones, es decir el diez por ciento de la población. Buena parte de ellos está fuera del sistema. Son cerebros y brazos que los medios nacionales tratan como fenómenos y como motivo de orgullo, inventando programas y columnas ad hoc sobre ellos, presentándolos como herederos de Leonardo da Vinci «que tanto logran hacer en el extranjero».

El desempleo juvenil en Italia es del 44%, por eso la gente se larga. Mientras los medios buscan historias de talentos migrantes, siempre «exitosos y felices», pese al desarraigo y la vulnerabilidad que muchos padecen, esconden las llagas de un país sin rumbo cuyos jóvenes están forzados a huir y no pueden regresar, aun queriendo, aun siendo más motivados y reconocidos, aun contando con experiencias y planes prometedores.

Pero Italia, España o Portugal no tienen planes para ellos y se han vuelto expulsores netos de población. La cifra de inmigrados, procedentes de África, Sudamérica y Asia, ya no rebasa la de los que salen. La tasa de natalidad sigue a la baja. Es una tendencia común a varios países con economía “madura”, pero en la Europa meridional se agrava por la falta de políticas públicas para revertirla, por la dura embestida de la precariedad laboral, el deterioro de los salarios y las tutelas sociales del welfare state.

El año pasado, preguntado por una periodista de CNN sobre el desempleo imperante y el “drenaje de cerebros”, el primer ministro Matteo Renzi contestó arlequinescamente: «No sé si es un gran problema; hay muchísimos italianos afuera, muy inteligentes, capaces y listos, que están cambiando el mundo y no les pido que vuelvan a nuestro país, les pido que me den una mano para llevar a Italia al futuro». Pero mientras Renzi espera una mano, sigue la sangría de mentes y brazos hacia un futuro de incertidumbres.