Zigor Aldama
SUICIDIO DE CAMPESINOS

El campo indio se cobra sus deudas

Fuertes lluvias y precipitaciones de granizo poco antes de la recolección de la cosecha agudizan una epidemia que se ha cobrado más de 300.000 vidas en India desde la liberalización agraria: la de los campesinos que se suicidan.

El pasado 14 de mayo, Ramnariam Barma se levantó con el firme propósito de acabar con su vida. Llevaba tiempo meditando esa decisión y la negativa del Gobierno a compensarle por la pérdida de la cosecha fue la gota que colmó el vaso. «Llevábamos cuatro años perdiendo dinero por la sequía, pero este invierno las fuertes lluvias y el granizo nos han dejado sin nada. Para las semillas y la dote de mi hija mayor, había pedido prestadas 140.000 rupias (2.000 euros) al banco y otras 130.000 a unos usureros del pueblo y supe que no podría devolverlas». Así que, seis días antes de la boda, cogió una soga, le dijo a su mujer que se iba al campo con los búfalos y se dirigió a una torre de alta tensión cercana a la hectárea de tierra que tiene en propiedad. Se subió al esqueleto de metal, anudó la cuerda y, cuando se la puso al cuello, unos vecinos lo vieron. «¡Piensa en tus seis hijos! ¿Qué hará tu mujer sin ti?». La Policía tampoco tardó en llegar y, entre todos, convencieron a Barma de que no se ahorcase.

Pero la idea continúa rondándole la mente. Porque ahora teme el momento en el que los prestamistas, que han redoblado su presión para que pague ante el temor de que consume el suicidio, se presenten en su casa con más que palabras. «Algún día vendrán a torturarme. Pero no tengo con qué pagarles y nadie quiere comprar mi tierra porque se ha demostrado poco fértil. El Gobierno me ha prometido 9.000 rupias (130 euros) de compensación, pero con eso no puedo dar de comer ni escolarizar a mis hijos». El más pequeño de la prole, de solo año y medio, mira atentamente a su padre mientras habla. Muestra una evidente falta de actividad para un niño de su edad, va descalzo, viste únicamente un calzoncillo raído y el abdomen hinchado certifica una desnutrición severa. Su madre, Shyambae, lo sienta en el regazo y advierte a Barma: «Si tú te suicidas, yo no veo razón para continuar viviendo».

En el pequeño pueblo indio de Tendura, un conjunto de calles polvorientas y casas de adobe que acogen a unos 8.000 habitantes de la provincia norteña de Uttar Pradesh, el drama de esta familia no sorprende. De hecho, en los primeros cinco meses de este año otros tantos residentes se han matado. Y todos están convencidos de que la lista continuará creciendo, porque la cosecha ha sido especialmente mala y se suma a cuatro años en los que la producción agrícola ha estado lastrada por otro problema endémico: la sequía. «La mayor parte de los campesinos ha contraído deudas a las que ahora no puede hacer frente. Muchos no ven otra salida y, solo entre marzo y mayo de este año, en el distrito de Banda se han suicidado 65», apunta Raja Bhaiya, director de Vidya Dham Samiti, una organización financiada por Ayuda en Acción que está poniendo en marcha un banco de grano «para que los agricultores al menos puedan comer».

Más de 300.000 muertes en los últimos veinte años. El caso de Uttar Pradesh no es aislado. De hecho, los suicidios se han convertido en la epidemia más mortífera de India desde que el país decidió liberalizar el sector agrícola, en la década de 1990. Según estadísticas oficiales, que diferentes ONG critican porque no incluyen muchos casos que las autoridades consideran dudosos, más de 300.000 campesinos se han quitado la vida desde 1995. Y, aunque la economía india vive una época dorada, el peso de la agricultura en el PIB cae sin parar –supone actualmente el 13% a pesar de que proporciona trabajo al 60% de la población– y 2015 está siendo con diferencia el peor año de las últimas dos décadas. «El número de suicidios se ha duplicado en la mayor parte de las localidades del estado. En muchas incluso se ha multiplicado por tres», reconoce K. S. Singh Yadar, responsable del departamento de Salud de la ciudad de Lalitpur. Así, diferentes especialistas avanzan que este año se puede superar la barrera de los 20.000 suicidios.

«Estamos dispuestos a hacer lo que haga falta para acabar con este problema, pero todavía no hemos dado con una solución efectiva», admitió el ministro de Agricultura del estado de Maharashtra, Eknath Khadse. De momento, el Gobierno se limita a conceder una polémica compensación de 700.000 rupias (10.000 euros) a las familias de los agricultores que se suicidan, algo que muchos consideran un incentivo para quitarse la vida. Y en algunas ocasiones lo es. Lo certifica Bhagunte Prajapati, un agricultor de 37 años que el pasado 19 de marzo encontró a su padre, Boothe Prajapati, ahorcado en el granero de la familia. Tenía 60 años, vio como el granizo había destrozado los cuatro acres de tierra en los que cultivaba trigo y especias, y creyó que la inyección económica posterior a su muerte era la única forma de conseguir que su familia sobreviviese.

«Llevaba dos días taciturno, apenas hablaba. Lo encontré muerto cuando fui a llevarle la comida. Entiendo su desesperación, porque 28 familiares dependemos de la cosecha y solo hemos conseguido salvar unos 300 kilos de las seis o siete toneladas que solíamos recoger. Eso no es suficiente ni siquiera para nuestro propio consumo», cuenta su hijo, el mayor de seis hermanos y padre a su vez de otros tres retoños, mientras muestra la cruda imagen con la que un diario local ilustró el suceso. «Así que ahora apenas tenemos para comer y tendremos que pedir otro crédito para poder cultivar la tierra este año. Si no nos lo dan, no sé qué podremos hacer».

Los Prajapati ya han comenzado los complicados trámites para solicitar la ayuda gubernamental, pero no saben si se la concederán. Ni cuánto les quedará del dinero que reciban, porque todavía están esperando la temida llegada de los prestamistas para conocer la cuantía que dejó a deber el padre. «Sabemos que un banco le dio 40.000 rupias (570 euros) y es posible que condonen la deuda tras el suicidio, pero no nos dijo cuánto había pedido a los prestamistas locales, que generalmente exigen un interés del 10% semanal. Tendremos que negociar con ellos cuando nos den la compensación». Si es que la reciben, claro, porque el Gobierno hace todo lo posible para evitar que los casos de suicidio sean certificados como tales. «Nosotros no estamos preocupados, porque la autopsia demuestra que se ahorcó y la prensa ha publicado su fotografía, pero otra gente se ha matado en vano».

Ajay Srivastava, director de la oficina de Action Aid en Lalitpur, asegura que de los 32 suicidios que se han registrado en esta pequeña ciudad del estado de Uttar Pradesh, solo cinco han recibido la compensación que promete el Gobierno. «Lógicamente, los políticos no quieren pagar esa suma y en muchos casos justifican la negativa aduciendo que la muerte se debió a causas naturales o por consumo de alcohol y drogas», denuncia. Un médico en el hospital gubernamental de Lalitpur, que pide mantenerse en el anonimato, reconoce que es así. «Resulta difícil negar lo obvio cuando alguien se ahorca o se corta las venas, pero es más fácil en caso de envenenamiento». Y muchos de los campesinos, en torno al 40% de los que se suicidan, optan por beber pesticida o tinte de pelo. «Son sustancias que provocan un edema de laringe entre las dos y las seis horas posteriores a la ingesta. Si llegan al hospital en ese momento, el 100% sobrevive con una traqueotomía. Pero si llegan cuando ya sufren fallos renales, que es en la mayoría de casos, nosotros no podemos hacer nada. Los pulmones se llenan de fluido, se produce una parálisis muscular, caen en coma y mueren ahogados», explica Rama Kesava Reddy, médico en un hospital de Anantapur, ciudad del estado sureño de Andhra Pradesh.

Basta caminar unos metros por cualquier ciudad india para encontrar algún pequeño establecimiento de ultramarinos en el que se vende tinte de pelo barato. Una dosis suficiente como para provocar la muerte cuesta 35 rupias (50 céntimos de euro). Más barato todavía es el pesticida, que se vende por 15 rupias (20 céntimos de euro), pero en la tienda aseguran que la muerte resulta mucho más lenta y dolorosa. Quizá Brijmohan Shukla conocía este dato, porque el pasado 10 de abril decidió ingerir la parafenilendiamina que los indios suelen utilizar para oscurecer el cabello. Tenía solo 28 años.

«Lo encontraron unos chavales tirado en la cuneta de la carretera. Había estado vomitando algo negro y ya estaba muerto», recuerda su madre, Parvati Shukla. «Sin embargo, en el hospital dijeron que falleció por causas naturales». Los documentos achacan la muerte a una parada cardiorrespiratoria, razón por la que los padres de Brijmohan no recibirán compensación alguna. «Es cierto que el envenenamiento intencionado puede terminar causando la muerte por un infarto, pero también es cierto que hay familias que tratan que una muerte natural sea considerada suicidio para cobrar la indemnización», comenta Singh Yadar. «Siempre que la autopsia se haga correctamente, los médicos pueden dictaminar con certeza lo sucedido».

Abandonados a su suerte. Parvati, sin embargo, duda de que en el pequeño centro de salud al que se llevó el cuerpo de su hijo cuenten con el material necesario para realizar ese examen. «Mi hijo tenía demasiada presión. El banco había comenzado a enviarle notificaciones para reclamar el pago de un préstamo y habíamos concertado su boda con una chica de un pueblo cercano. Pero la cosecha ha sido mucho peor de lo esperado y no hemos recibido ninguna ayuda. Unos días antes me había dicho que así no quería vivir, pero creía haberlo convencido de que no hiciese nada estúpido», cuenta incapaz de contener un llanto contagioso.

Ahora, a la pareja solo le queda un descendiente más joven. «No queremos que trabaje en la tierra, porque aquí el campo mata», sentencia el padre, Rameshwar Prasad, que a sus 65 años continúa trabajando como obrero para ganar 150 rupias al día (2,1 euros) y mantener a la familia. «También participamos en el MNREGA –el plan nacional para proporcionar al menos 100 días de trabajos comunitarios remunerados a los agricultores, similar al Plan E que aprobó el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero–, pero no será suficiente para cubrir las deudas de Brijmohan. Así que a los prestamistas les he dicho que iré pagando poco a poco».

Con casos como estos, desafortunadamente demasiado comunes, es fácil comprender por qué más de 15 millones de campesinos han abandonado la agricultura desde 1991. «Mientras que su productividad ha crecido un 84%, su capacidad adquisitiva real ha caído un 22%», apuntó Palagummi Sainath, periodista especializado en asuntos agrícolas del diario “The Hindu”, en un simposio titulado “Muerte en la Granja”. «El suicidio de los agricultores no es la crisis, sino efecto de la crisis», sentenció. Srivastava es de la misma opinión: «Cultivar la tierra tiene un riesgo muy elevado, eso siempre ha sido así en India y en todo el mundo. Pero el cambio climático, la llegada de semillas transgénicas y el control que ejercen grandes multinacionales hacen que el drama de nuestros campesinos se haya acrecentado en la última década». Después de una sequía persistente y temperaturas extraordinariamente altas, el monzón llega con inusitada virulencia y la lluvia ya no cae según el patrón tradicional. «Teniendo en cuenta que los agricultores están obligados por ley a acatar los precios mínimos fijados por el Gobierno, creemos que las ayudas deberían ser mucho mayores», remarca el activista de Action Aid. Por ejemplo, actualmente India concede una compensación de 18.000 rupias (260 euros) por cada hectárea de trigo dañada. En esa superficie pueden crecer hasta cinco toneladas de cereal que se pagan a 14.000 rupias (200 euros) cada una –mucho menos que los 570 euros de Estados Unidos o incluso los 380 euros de China–, así que la ayuda ni siquiera sirve para cubrir el gasto de la explotación sin tener en cuenta la mano de obra.

A pesar de ello, a finales de abril, el ministro de agricultura del estado norteño de Haryana, Prakash Dhankar, dijo que «quienes se suicidan son unos cobardes y unos criminales», unas controvertidas declaraciones con las que, sin embargo, Vimala Ahirwar está de acuerdo. La casaron cuando comenzó a menstruar, tiene dos hijos de cinco y tres años y medio, y su marido, cuatro años mayor que ella, se ahorcó el pasado 26 de febrero. «Habíamos perdido casi toda la cosecha y tuvimos que vender las joyas de mi dote para afrontar la deuda que había contraído él con los prestamistas. Pero ni siquiera así fue suficiente. Poco a poco comenzó a beber y se volvió violento. Un día me golpeó tan fuerte que me tiró al suelo y quedé inconsciente. Cuando abrí los ojos, me lo encontré colgado del techo», relata. La soga todavía cuelga en el porche de la pequeña casa de adobe como macabro recuerdo de lo sucedido y Vimala ya se la habría echado al cuello si no fuese por sus hijos. «No puedo perdonarle a mi marido que nos haya abandonado así».

«Le acompaño en el sentimiento». Ahirwar tiene ahora 23 años, pero sabe que no podrá volver a casarse. Las viudas traen mala suerte en India, son discriminadas y expulsadas de la sociedad. Así que ni siquiera sabe qué va a hacer con el acre de tierra en el que cultivaban cereales y verduras. «Estoy intentando alquilarlo, pero no creo que con lo que me paguen nos dé para vivir. Yo busco trabajo como empleada doméstica, pero la gente no quiere viudas. Igual me dan algo como temporera, pero no creo que me paguen más de cien rupias (1,2 euros) al día. De momento, tenemos la ayuda de mis cuñados, pero estoy segura de que no tardarán en olvidarse de nosotros. Ahora solo me importa el futuro de mis hijos, porque el mío ya no existe», se lamenta.

«Lo peor de esta tragedia es que los políticos no parecen tener ningún interés en ponerle fin», apostilla Srivastava. Las promesas de los dirigentes llegan cuando la opinión pública se ve sobresaltada con casos como el de Gajendra Singh Rajput, que el pasado 22 de abril se ahorcó de un árbol de la capital, Nueva Delhi, mientras líderes del partido que gobierna la ciudad, Aam Aadmi, daban un mitin. Pero son palabras huecas y la lista de suicidas continúa aumentando cada vez a más velocidad. Para poner fin a esta tragedia, el presidente del Centro para la Sociedad de Políticas Alternativas, Mohan Guruswamy, sostiene que la única solución es hacer que la agricultura resulte rentable. «Para eso tienen que suceder dos cosas: que aumente la productividad de los campesinos, de forma que hagan falta menos manos para cultivar la tierra, y que suban los precios que se pagan por las cosechas». El problema, afirma, está en que «los políticos no pueden dejar de ser políticos y les resulta más fácil visitar a las familias de los suicidas para darles el pésame que poner en marcha las políticas necesarias para que eso no sea necesario». Así, la tierra continuará cobrándose sus deudas con vidas humanas.