ARTURO F. RODRIGUEZ
PANORAMIKA

Yes, we Koons

Gracias a la exposición retrospectiva de Jeff Koons en el Guggenheim de Bilbo, el verano ha sido más luminoso, más divertido, más turístico. En ocasiones como esta, la crítica cultural o cualquier atisbo de crónica artística se hace absurda, pues queda aplastada por la evidencia. Y en este caso, lo evidente son las cifras, el éxito, la amabilidad de las formas, el destello de un artista que supo plegarse a la lógica económico-festiva en la que surgió allá por la década de los ochenta, y que ha sabido mantenerse en cifras récord gracias a una envidiable labor de cirugía “mercadoplástica”. Basta con ver el spot que anuncia la exposición. El vídeo en cuestión, que puede verse en la web del museo, es ya toda una obra de arte que explica bien la singularidad de muestra y autor. La sombra de Puppy agita el rabo ante la alegría de ver a su creador llegando al museo en un coche de alta gama. Jeff Koons baja del auto como si se tratase de un ejecutivo estrella; elegante, impecable (¡aquí hay pasta!), su deslumbrante sonrisa resume a las mil maravillas esa mercadoplástia (¿aquí hay juventud?) capaz de hacernos entender que solo se vive una vez.

Hay que reconocer que Koons ha desarrollado un trabajo singular e inconfundible que le ha convertido en una figura del arte, una especie de estrella cinematográfica cercana y arrebatadora. Uno de los objetivos primordiales de su proyecto artístico: la reafirmación de la personalidad del autor, entendiendo, eso sí, el marketing como una de las bellas artes.

La comunicación pública de la exposición habla de su trabajo como «desprovisto del halo de inaccesibilidad que rodea a otras obras de arte contemporáneo». Bajo este supuesto valor, su trabajo es «fácilmente reconocible, es atractivo para el gran público y bebe de innumerables fuentes de la historia del arte, como el Surrealismo, el Pop Art y el Dadaísmo». De este modo y con destino a un público masivo, la institución museística propone un ejercicio de sincretismo audaz, en consonancia con su tiempo y lejos de complicaciones conceptuales o de infumables discursos sociales que nadie entiende. ¡Disfrutemos del verano!

Y seamos sinceros, la habilidad del autor es innegable, porque si bien su capacidad para la exaltación de lo superfluo puede resultar bochornosa, también puede entenderse como un sofisticado mecanismo de puesta en evidencia, como una ficción perfectamente tramada para el develamiento final de la gran falacia del arte contemporáneo. Pero en este arriesgado giro que parece ofrecer la trama y que nos hace pensar, desconfiar y esbozar una sonrisa, vuelve a quedar en suspenso el desenlace. Otra vez pendiente, desactivado, y es ahí en donde detectamos de nuevo la imposibilidad de renunciar al espacio de confort en el que trabajan ciertos artistas. Quizás en su negativa a ese posible desenlace y en su obstinada huida hacia delante, nos quiera hacer partícipes de ese develamiento, como si hubiera un mensaje secreto en el rictus cerámico de Michael Jackson o en la sonrisa vertical de Cicciolina.

Y cuando ya habíamos llegado a esta socorrida conclusión, se nos adelanta de nuevo el propio museo: «Las obras de Koons nos invitan a afianzar nuestra individualidad y a romper con ciertos tabúes y convenciones que nos encasillan y limitan nuestro papel dentro de la sociedad. Koons utiliza el arte como revulsivo, como motor para el cambio social». Ahí queda eso.