IBAI GANDIAGA PÉREZ DE ALBENIZ
ARQUITECTURA

El clásico de los sentidos

La basílica de Arantzazu ha cumplido sesenta años desde que el día 30 de agosto de 1955, con algunos meses de retraso, se procediera a su consagración. Seis años separaban esa fecha de 1949, cuando el franciscano Pablo Lete, natural de Eskoriatza y ministro provincial de la Orden, decidiera dar un impulso a la construcción de la basílica, retomando el trabajo que, bajo financiación de Pablo Gamiz, se diera en la década de los 20.

Sesenta años después, la mole pétrea de Arantzazu nos narra una historia de la época “heroica” del arte y la arquitectura. Para entenderla, tendríamos que comprender no solo la situación de una Gipuzkoa represaliada durante veinte años por el Régimen, sino ponernos en la tesitura del fin de la época de la autocracia en el Estado español. Y es que 1950, año en el que el concurso para la construcción de la basílica se publicó, supuso también la entrada del Estado español en el juego de la Guerra Fría de la mano del Gobierno de Estados Unidos.

Washington necesitaba un aliado estratégico en el Estado español en su partida contra la Unión Soviética, aunque, lógicamente, manteniendo las formas. El Régimen debía dar ciertas trazas notables de renovación y eso se manifestó en las artes. La arquitectura varió de un clasicismo enraizado en un neoclásico de corte imperial, a un zambullido en una modernidad relativa. Así, en el plazo de pocos años, los dos estamentos de control político y social de la época –Gobierno e Iglesia– lanzaban un mensaje claro de cambio, primero con la Casa Sindical de Madrid, obra de Torres-Quevedo y Aburto, y segundo con la basílica de Arantzazu, de Saenz y Laorga.

Es importante recalcar que la arquitectura moderna había sido tildada por los regímenes fascistas –con la notable excepción de Giuseppe Terragni en la Italia de Mussolini– de indeseable y el mayor baluarte de su producción y difusión, la escuela Bauhaus de Dessau, se convirtió en víctima de la ultraderecha alemana, llegando al esperpento de exigirles que su cubierta plana se cubriera con una cubierta a dos aguas “aria”.

Los arquitectos Francisco Saenz y Luis Laorga eran renovadores natos, cosa natural si se entiende el estado de aquel Madrid de posguerra que tenían delante. Compañeros de promoción, católicos devotos, recibieron en 1946 –el mismo año de su graduación– el Premio Nacional de Arquitectura. Laorga destacaría un par de años más tarde en el diseño de la iglesia de Nuestra Señora del Rosario, una pequeña capilla en una barriada de absorción de Madrid. En ese diseño ya se adivinaban gestos que, dos años más tarde, le llevarían a presentar un diseño totalmente alejado de la estética barroca imperante en las iglesias vascas.

En el revisionismo de la historia, muchos coinciden que los verdaderos renovadores fueron los franciscanos, con Lete a la cabeza. Convocaron un concurso abierto –nada habitual en la época– y eligieron un proyecto de unos arquitectos muy jóvenes, prácticamente desconocidos. Esa valentía demostrada podría tener algo de inconsciencia teniendo en cuenta que fijaba un presupuesto inicial de 19 millones de pesetas que la Orden no poseía. Fue precisamente Pablo Lete quien diseñó un sistema de financiación para que las parroquias recogieran, puerta por puerta, donativos de los feligreses, tanto en Gipuzkoa como en Nafarroa.

La basílica se levantó siendo uno de los ejemplos de integración con el medio natural de arquitectura moderna más brillante del mundo. Y eso a pesar de todo, a pesar de la separación de Saenz y Laorga como equipo profesional en 1953, hecho que retrasó el diseño de la obra; a pesar de la elección de Jorge Oteiza como escultor, de su revocación por un poder mayor y su posterior restitución; a pesar de las críticas que hablaban de la banalidad de tener que volverse “moderno” porque sí; a pesar de la trágica muerte de Pablo Lete en accidente de avión...

Quien no conozca Arantzazu, creyente o no, debería adentrarse en el misterio, realizar la bajada a la basílica, pasar bajo los 14 apóstoles de Oteiza, pasar las puertas esculpidas por Chillida y entrar en el barco “invertido” que cubre el sofito de la nave mayor. Una vez ahí, nuestra mirada irá, inevitablemente, al ábside gigantesco de Lucio Muñoz. Ahí, recogida y minúscula, aparecerá la imagen de la Virgen, bañada por las vidrieras de Álvarez de Eulate. Antes de abandonar el lugar, podremos bajar a la cripta decorada por Basterretxea. Todos esos nombres ejemplifican brillantemente cómo Arantzazu, siendo un edificio con un esquema basilical tremendamente clásico, supuso un cambio de la arquitectura hacia una modernidad y una apertura social.