IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Trenzados de la mente

Todo está conectado. Dentro de nosotros, en nuestro cuerpo, desde los aminoácidos más diminutos a las estructuras más grandiosas de nuestra anatomía tienen hilos conductores. Nuestros sistemas son un conjunto de tejidos especializados bien avenidos entre sí que se organizan con una función común. Todos ellos funcionando al unísono nos conforman como un todo.

Nuestra mente también tiene sus hilos, sus conexiones coherentes que le dan unidad, función y sentido. Simplificando mucho y concediéndonos la licencia de no entrar en una descripción profunda de cómo se constituyen las áreas más significativas de nuestro funcionamiento, podemos aun así hablar de cómo nuestro pensamiento, nuestras emociones, nuestro cuerpo y nuestro comportamiento tienen una estrecha relación mutua que nos permite actuar y vivir como un solo ser.

Una de estas autopistas de relaciones internas es la que une nuestros pensamientos racionales con nuestras emociones. Vivimos inmersos y rodeados de palabras, ideas, discursos, planificaciones gestados como productos de una mente analítica que procesa los estímulos que le ofrece el entorno con la sensatez disponible y emite un resultado. Dicho así, parece un proceso aséptico y sin embargo, igual que una fruta en almíbar, las ideas flotan en un caldo subjetivo de sensaciones internas y de emoción. Sentimos algo sobre lo que pensamos y pensamos algo sobre lo que sentimos, aunque quizá no sea tan lineal. Más bien, ambos están íntimamente relacionados, aunque no siempre somos capaces de ver esos hilos.

«–Creo que no merece la pena volver a llamarle, no pienso que le interese que nos veamos. –¿Y a ti? –Eso da igual, la cuestión es que no merece la pena. –Vaya, ¿y cómo estás tú? –Pues la verdad es que estoy enfadado, no entiendo qué ha pasado para que no me conteste». En este ejemplo, el primer interlocutor empieza con una decisión, usando verbos de pensamiento: creo, pienso… Intercaladas, hay palabras que denotan emoción, como la expresión «no merece la pena», y finalmente ambas se unen en «estoy enfadado, no entiendo…». Si prestamos atención, es fácil ver cómo en nuestros discursos se cuelan las emociones, que son a menudo, por lo menos en lo que a las relaciones se refiere, el combustible de dichos discursos.

En este ejemplo, la decisión de no llamar más a esa persona parece una expresión simplemente de la voluntad medida, una conclusión sopesada. Sin embargo, rápidamente escuchamos el sentido de esa decisión. Podemos detectar la añoranza, el deseo frustrado de que esa persona se interese (o quiera y haga) por contactarnos, la emoción de la tristeza a baja intensidad (la pena), la falta de esperanza en ese momento en que la situación cambie y el canto del cisne a través del enfado por si se puede hacer algo.

En este punto, no sabemos si el diálogo empieza con rencor o melancolía, porque nos faltan unas piezas fundamentales, que son el tono de voz, la expresión facial, la tensión muscular, la postura; todo lo que nos dice el cuerpo de lo que realmente hay detrás de las palabras. Y este es otro de los hilos permanentes, el que une nuestras emociones y nuestro cuerpo. De hecho, hay teóricos e investigadores de las emociones que hablan de estas como reacciones fisiológicas a estímulos, sin mucha mediación de ideas, pero eso es otro capítulo.

A lo que me refiero es a que nuestro cuerpo reacciona, se organiza de una manera determinada cuando sentimos emociones y, por tanto, se activa de una u otra manera. Es evidente que nuestra tensión facial no es la misma cuando estamos enfadadísimos que cuando estamos echando de menos a alguien, ni tampoco cuando celebramos con amigos, en comparación con cuando hablamos del futuro precario de un empleo. Incluso cuando no hablamos en absoluto, cuando solo pensamos esperando el autobús, nuestro cuerpo está diciendo lo que no siempre dicen nuestras palabras y, sin duda, da forma a nuestras acciones finalmente.

Cuando hablamos de querer entender a la gente, de querer entendernos a nosotros mismos, por qué hacen y hacemos lo que hacemos, probablemente no sea suficiente entender las palabras, ni siquiera las acciones. Quizá lo que nos permite hacernos una ligera idea (somos tan complejos…) es tratar de conocer y apreciar el tejido único que en cada persona constituyen estos hilos, entrelazados con mecanismos similares, pero con patrones irrepetibles de pensamientos, sentidos, emociones, posiciones corporales y acciones.