IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Me pertenece

Un estudio publicado en la revista “Psychology and Aging” destaca el impacto de la vida social en la sensación de satisfacción general a medida que la vida pasa. En particular, el estudio arroja una conclusión que parece razonable: tener objetivos sociales y estar involucrado en actividades sociales está relacionado con una mayor satisfacción al final de la vida. Por contra, la ausencia de metas en el ámbito de las relaciones sociales y participar poco de estas actividades están relacionadas con una menor percepción de satisfacción entre las personas que declaraban no tener una vida social activa. Y un dato curioso es que, a pesar de que por separado tienen un efecto negativo en la sensación de satisfacción, cuando se dan a la vez, potencian el efecto de la otra y la insatisfacción parece mucho más profunda.

Desde la perspectiva del envejecimiento, estos datos van más allá y es que las actividades sociales promueven la actividad física y el intercambio intelectual, por lo que se ejercitan las facetas que, al ir degradándose naturalmente, provocan fallos neurológicos y físicos. En resumen, mantenerse socialmente activos protege nuestro cuerpo y nuestra mente a medida que el tiempo pasa.

Cuando leo estas conclusiones, me vienen a la cabeza personas que he conocido, de cierta edad y otras más jóvenes, quienes, a pesar de intuir que les vendría bien buscar un grupo de gente, una actividad que les saque de su rutina diaria, a menudo individual, se encuentran con la pereza o el desánimo. Y cuando no podemos encontrar un objetivo, moverse se vuelve más difícil y el desánimo nos visita con ese pensamiento pesado que se instala en la cabeza: dónde y para qué.

Y es curioso porque, a menudo, el desánimo, la pereza y la desmotivación, a pesar de que parecen vivencias personales, íntimas, son representaciones de relaciones fallidas que permanecen en nuestra mente. Es un poco complicado, pero trataré de explicarme. Habitualmente, cuando pensamos en movernos para lograr algo que nos interesa, nos imaginamos cómo será llegar allí y el camino que tenemos que recorrer. Pensamos en las imágenes que se nos presentan como visiones del futuro, como escenas de una película que no hemos visto todavía, pero que anticipamos. Y habitualmente, en esas escenas también hay personas, están los otros, que nos miran de una manera determinada, nos aportan cosas determinadas, nos desafían de una manera determinada, y esa manera no deja de ser nuestra propia interpretación.

A pesar de que consideremos la predicción de un futurólogo como algo rayano en lo místico y ciertamente poco habitual e incluso imposible, cuando nos atenaza esa pereza, desmotivación o desánimo para iniciar algo nuevo, nos volvemos videntes capaces de saber exactamente lo que nos va a pasar. No voy a ir, porque me voy a aburrir; no voy a saber qué decir; ¿y si no me caen bien?

¿Cómo es posible saberlo? Bueno, porque lo que anticipamos son nuestros deseos y miedos, junto con experiencias pasadas, y si finalmente nos animamos y damos el paso, terminamos poniendo ese filtro a todo lo nuevo que estemos viviendo. Y lo cierto es que, en cierto modo, hay que dejarse sorprender, es imprescindible estar relajado y confiar para que las nuevas experiencias lo sean. Si no, nuestra mente superviviente nos pondrá a evaluar el entorno en función de lo que ya sabemos y fue tan importante para nosotros.

Entonces, a la luz de las investigaciones y el sentido común, me sale una propuesta para el quicio de la puerta, justo cuando pensamos en darnos la vuelta desde el desánimo: «Hazlo de todos modos». ¿Por qué? Bueno, porque tenemos derecho a no ser futurólogos de nuestra propia vida y a darnos oportunidades hasta el último momento. Porque cuando no hay un objetivo claro, quizá vivirlo pueda ser el motivo último para dar el paso.