IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

¿Y si todo va bien?

Una de las tareas adultas por excelencia es la adaptación al entorno, poner en marcha todos los recursos que hemos construido para resolver las situaciones desafiantes o difíciles que vayan surgiendo a nuestro paso. De hecho, nuestra atención está especializada, entre otras cosas, en detectar e identificar los posibles peligros o amenazas que vienen a nuestro encuentro mientras caminamos por la vida. Parece lógico, teniendo en cuenta nuestro pasado próximo en contacto íntimo con un entorno natural a menudo hostil. Razón por la que nuestra percepción y atención han desarrollado una sensibilidad mayor por los eventos negativos a lo largo de la evolución y en consecuencia, nuestro cuerpo y nuestra conducta se han especializado en afrontarlos.

Por así decirlo, parte de esa fantasía de que algo pueda ir mal en algún momento tiene su origen en la necesidad de estar preparados para defendernos, de estar alerta, que nos acompaña desde la noche de los tiempos y a pesar de que la información actual nos diga lo contrario.

Pero esta tendencia antigua es solo una primitiva pieza allá en el fondo de nuestros cerebros. Por otro lado, serán las experiencias vitales las que vendrán a confirmar o rebatir esa necesidad de anticipación de la que hablábamos, de una forma sencilla cuando nacemos y de una manera más compleja a medida que maduramos. Si el entorno es seguro, es decir, si cubre las necesidades físicas y psicológicas, podremos relajar esa tensión y lanzarnos a la exploración de ese entorno y de nosotros mismos con una sensación de tranquilidad. Si el entorno no es seguro, si por sí mismo no toma la iniciativa de la protección en esos momentos iniciales de la vida (y cabe entender que ese entorno está formado por las relaciones importantes en la infancia), entonces el cuerpo empieza a sufrir estrés, que afrontará de un modo minimalista, empezando por la tensión de los músculos para crear la ya conocida coraza física y siguiendo por las conclusiones sobre la inseguridad que esperar de los otros, que en adelante se convierten en el ruido de fondo de las relaciones y que motivan acciones para protegerse de esa inseguridad por venir.

Sin embargo, a medida que pasan los años, esta precaución puede encontrarse con muchos desafíos, es decir, habrá momentos en los que no nos haga falta ser precavidos, en los que la realidad de lo que está pasando en ese momento indique que no necesitamos la alerta, sino algo quizá más difícil para algunas personas: confiar y disfrutar.

Y es que deponer las armas internas es tanto más difícil cuanto más presentes están las fantasías de amenaza en la cabeza y vienen con nosotros a nuevos escenarios y relaciones. Pensar demasiado en que la traición o la crítica puedan ocurrir en cualquier momento genera una reacción tan intensa en nosotros que otras partes de la realidad pasan desapercibidas, por ejemplo, el interés real de otras personas, el juego, el disfrute de las propias pasiones, la exploración y, por tanto, también las oportunidades de recoger esta nueva información experiencial que nos dibuje otro mundo alrededor, uno que también es real y que existe junto a las amenazas o las dificultades.

En la serenidad, ocurren cosas imprescindibles para los humanos: nos afianzamos, nos construimos, crecemos, nos vinculamos, creamos… Aprender a protegernos no fue sencillo y resultó doloroso, y quizá no es que necesitemos o tengamos que aprender a dejarnos, a confiar, a disfrutar de lo que funciona; quizá es que parece justo y real recordarnos que, junto a los avatares del día a día, hay cosas que simplemente, simple y llanamente, van totalmente bien.