IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

¿Somos tú y yo o somos nosotros?

Pedimos y se nos piden certezas nada más salir por la puerta de casa. No somos conscientes de la cantidad de cosas que operan de una manera estable a nuestro alrededor y que damos por hechas y ciertas sin verlas; a nadie se le ocurriría dudar de que al salir a la calle por la noche haya luces de farolas encendidas, o de que el autobús llegará más o menos cuando dice la pantalla. Esperamos que las cosas sencillas y cotidianas simplemente permanezcan donde están de un día para otro, y solo si nos retaran pensaríamos en cómo sería carecer de esta continuidad en lo inmediato. Incluso en lo que se refiere a las personas, también pedimos y nos piden certezas. Y es que necesitamos poder anticiparnos a lo que nos vamos a encontrar al toparnos con otras personas, por lo menos en términos generales y esenciales; es más, esta certeza nos orienta en esa relación, nos da coordenadas para saber cómo actuar y en cierto modo también se convierte en una pieza más del puzzle que es nuestra concepción general del mundo.

Pongamos como ejemplo todos los hitos vitales que consideramos sensatos; sobre lo que hacer en cada edad, o por ser de uno u otro sexo, o vivir en ésta o en otra ciudad, todo lo cual variará drásticamente en nuestra mente en función de lo que veamos hacer a los demás. Por tanto, también es habitual que nos fijemos en las personas de nuestro entorno para construir nuestra identidad, de modo que las similitudes con los otros nos definen como parte de un grupo, del mismo modo que las diferencias nos describen como individuos.

Y al mismo tiempo, en estas diferencias individuales también hay un límite si queremos seguir perteneciendo a un grupo en particular, en cuyo caso, la identidad individual y la identidad como miembro de un grupo, pueden entrar en conflicto. Lo que esperan de nosotros las personas con las que queremos un vínculo, termina convirtiéndose en algo que nosotros requerimos de nosotros mismos e incluso esperamos de nosotros mismos, independientemente de lo lejos que se encuentre esa petición de nuestra verdadera naturaleza. Y es que la necesidad de pertenecer es tal que la individualización no siempre es fácil. Los grupos ejercen la presión sobre los individuos en busca de cierta homogeneidad que confirme los valores, motivaciones e ideologías, e incluso las emociones de todos sus miembros de una forma exclusiva y diferente a otros. Probablemente esta necesidad sea la que motiva la reticencia de los miembros de un grupo a que alguno de sus miembros cambie de manera sustancial, y es que este movimiento puede suponer una confrontación en plano a lo que se da por bueno en dicho grupo, lo que se toma por invariable. Por ejemplo, en una familia en la que la mayoría de sus miembros ha estudiado una carrera técnica, pueden sentir cierto temor ante la preferencia artística de su miembro más joven en la búsqueda de su profesión, o un grupo de amigas que ven cómo uno de ellas empieza a pasar más tiempo con su novio que con ellas.

Son ejemplos sencillos, pero la inquietud ante el miembro díscolo obliga a replantearse la idea de «nosotros» con las características que veníamos dando por constitutivas, y a veces supone un mayor trabajo para el grupo que simplemente tratar de hacer volver al redil al miembro descarriado. Entonces surgen los cuestionamientos, la anticipación de dificultades si se elige un nuevo camino, y habitualmente sin siquiera percatarse. Cambiar no es sencillo, ni individualmente ni como grupo, y sin embargo, a pesar de las divergencias, o quizá gracias a ellas, los vínculos entre personas diferentes son posibles, quizá las diferencias nos enriquezcan y nos desafíen, quizá lo que nos distancia es lo que nos hace interesantes y complementarios.