IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

¡Eh, que estoy aquí!

Estar en contacto con gente habitualmente, en particular estarlo a un nivel íntimo, como estamos muchos profesionales que desarrollamos nuestro trabajo en ese contexto, es una fuente permanente de nuevos retos. Lo es porque ese tipo de cercanía se da en una burbuja en la que las dos personas se encuentran para dar respuesta a una necesidad, a un deseo, o a un problema. Y en esa burbuja se igualan presiones. En cierto modo, hay un contacto que cambia también de alguna manera a quien se involucra.

Hago esta introducción porque esta semana he aprendido algo de un muchacho de 15 años con el que me he encontrado, algo que me ha impactado, y he pensado en compartirlo. Él hacía una reflexión en términos generales, era algo así como que las personas que lo tienen todo se inventan problemas «para estar ocupados emocionalmente». Hablan de esos problemas, los repiten y se obstinan en ellos, mientras que aquellas personas que no tienen apoyo y están solas con sus problemas no alardean de tenerlos y tratan de no darles demasiada importancia. Por no entrar en más detalles sobre él, digamos que es uno de esos adolescentes con los que los padres no pueden hablar más allá de sus malas notas o mal comportamiento. Digamos que, después de un tiempo de desencuentro, la dimensión emocional o reflexiva en su hijo les es extraña, e incluso dirían que su hijo no «piensa en lo que hace».

A partir de aquí y más allá de mi sorpresa inicial por las implicaciones en la historia concreta de este muchacho, me daba por pensar en el hecho en sí de la conversación. Pensaba en que, si esa reflexión estaba a la vista, qué no se estarían perdiendo de él quienes concluyen a su alrededor que hablar de esas cosas no es tan relevante, que lo que hace falta es que «haga lo que tiene que hacer». Y entrecomillo no porque ésas sean las palabras de los padres de este muchacho concreto, sino porque de alguna manera resumen la ansiedad con que muchos adultos viven los impasses de los adolescentes, incluso llegando al punto de perder interés por el mundo interno del joven o la joven, o negarlo.

Sin darse cuenta, al apresurarse a tratar regularmente lo que hacen o lo que deben hacer, implícitamente –y probablemente sin esa intención– mandan un mensaje que resta importancia a un mundo donde precisamente residen las decisiones o las dificultades que esa persona concreta enfrenta cuando actúa, aunque sea solo esto lo que se ve desde fuera. Y esto se hace tan evidente en adolescentes porque empiezan a elaborar el pensamiento y a hablar un lenguaje más cercano al de los adultos.

Sin embargo, la construcción de ese mundo empieza mucho antes, a lo largo de la infancia; eso sí, quizá con otros códigos, más abstractos, más simbólicos y quizá más lejanos, pero ahí está, y hay algo más. ¿Os acordáis de esa preocupación por la conducta de hace unas líneas? Pues resulta que la capacidad para autogestionar las emociones en la vida adulta (y, por tanto, lo que hacemos a partir de ahí), está íntimamente relacionada con la posibilidad de pensar sobre uno mismo o una misma, con la construcción de una mirada «hacia adentro» que observe con gentileza lo que pasa dentro de cada uno. De forma que después la toma de decisiones esté en consonancia con el análisis de lo que esa persona siente, piensa, necesita, y también con las exigencias del ambiente.

Y de la misma manera que un niño pequeño necesita del esfuerzo, la implicación y la respuesta constante de sus padres para aprender a hablar, también a lo largo del crecimiento necesita su presencia e invitación a pensar sobre sí mismo o sí misma, para construir un lenguaje interior que le vaya a guiar cuando tenga que enfrentarse a la vida en solitario.