IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

De entre nosotros

Somos seres relacionales de pies a cabeza, estamos constituidos para nacer, desarrollarnos y convivir con otros. Desde muy pronto, las personas que nos han cuidado han compartido lo que han aprendido antes de nuestra llegada, nos han prestado sus habilidades hasta que hemos desarrollado las nuestras propias y nos han marcado un camino.

Esta compañía no ha estado exenta de una cara sombría, ya que, junto con esa guía y protección, también nos han transmitido limitaciones, temores y tensiones que nosotros mismos no hemos conocido en carne propia, pero que hemos incorporado a nuestra visión del mundo como si fueran «banderas rojas» incuestionables. Y es que así funciona, en nuestro desarrollo vamos ganando en capacidad para discernir, entender y elegir lo que queremos hacer, pero también lo que queremos pensar o sentir.

Mientras tanto, y como si de un disco duro externo se tratara, nacemos conectados a ciertas personas y utilizamos la experiencia que han recopilado a lo largo de su vida (y en otras circunstancias) para guiar la nuestra. Para cuando podemos darnos cuenta –cuando empezamos a tener la capacidad de comprobar si esa visión encaja en nuestras condiciones de vida– es, digámoslo así, demasiado tarde para hacer un cuestionamiento completo y profundo.

Cambiar nuestro marco de referencia en torno a cuestiones importantes conlleva siempre un desafío a las figuras que nos lo dieron cuando no teníamos otra cosa. Es un tanto complicado a veces distanciarse emocionalmente para darse cuenta de cómo aquellas personas compartieron –incluso insistieron en que así fuera–, unas coordenadas vitales que lejos de ser la omnisciente visión de aquel adulto o aquella adulta que todo lo sabía del mundo, eran una construcción absolutamente personal, parcial y tintada de arriba a abajo por su subjetividad, sus experiencias –las buenas y las malas– y su ideología.

Cuando tomamos esta distancia y miramos a nuestros mayores, a nuestros referentes –y no necesariamente solo a los padres– nos convertimos en iguales, en colegas o adultos de pleno derecho y más imparciales a la hora de juzgar las posturas de esas otras personas. Parece inevitable que esto suceda o vaya sucediendo a medida que avanzamos en la vida, ya que es probable que nuestro propio desarrollo choque con alguna de aquellas líneas en algún momento. Y este choque será más o menos fácil en función de si aquella transmisión incluyó también el permiso velado para un cuestionamiento futuro.

Verle las costuras a alguien que hemos considerado incuestionable en las cosas de la vida, a menudo es un momento de toma de conciencia de cómo el tiempo pasa, de cómo vamos ganando ese lugar propio, esa cierta sensación de competencia mientras que, al mismo tiempo, caemos en la cuenta de cómo aquellas personas que tanto sabían lo van cediendo. Y por tanto, empiezan a dejar de ser aquella referencia segura a la que recurríamos cuando la incertidumbre acechaba.

Algo parecido les pasa a los adolescentes al comprobar su propia fuerza, o a los adultos al ponerse frente a unos padres que envejecen. Crecer es, en cierto modo, quedarse un poco huérfanos de certidumbre, de predictibilidad y, sin embargo, hay quien diría en un acto de amor, guardarles esa inquietud a los que vienen detrás. Ya tendrán tiempo de descubrirla por sí mismos, por sí mismas.