IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

El chivo expiatorio

Conocer esta expresión, conocerla desde dentro, implica reconocer como propias algunas de las características humanas más primitivas. En muchas culturas ha existido esta figura con un objetivo: limpiar lo malo que existe dentro del grupo a través del sacrificio. En comunidades primitivas habitualmente se ejecutaba a un animal, pero también era habitual el sacrificio de personas, cuya vida era ofrecida a una entidad superior con la creencia de que este acto iría a favor del grupo entero; apaciguamiento, evitar desastres naturales, o alimentar el mundo de los muertos. Podía tratarse de esclavos, prisioneros, pero a veces era uno de los propios integrantes del grupo.

Hoy seguimos usando esta y otras expresiones que señalan a una figura –detrás de la que hay una persona–, que va a concentrar las iras de un colectivo y su sed de hacer borrón y cuenta nueva, y quien va a vivir en sus carnes la fuerza de dicho grupo para erradicar lo que se ha puesto en él o ella. Y digo «lo que se ha puesto» porque en la elección de un chivo expiatorio hay una acción voluntaria, cuidadosa, y a veces no muy consciente –otras en cambio absolutamente premeditada– para proyectar en ese individuo toda una suerte de cualidades que nos parecen indeseables, y poco propias de nosotros. «Nosotros» es ese grupo concreto con características de inclusión y de exclusión que se idealiza a sí mismo a través de negar la existencia entre sus miembros, de otras cualidades no propias de «nosotros».

Solo hay que fijarse en lo rápidamente que incluso los niños de cierta edad se segregan en grupos, en los que incluyen a los parecidos y de los que excluyen a los diferentes. Si estás dentro, eres; si estás fuera, no eres. Estas señas de identidad (algunas reales pero muchas otras inexistentes aunque anheladas) no dejan de ser una abstracción, un resumen imaginado de «lo que somos», a pesar de que en una colectividad humana, e incluso en una única persona, residan toda suerte de características, de signos opuestos, complementarios.

Somos paradójicos, complejos, sombríos, y en general poco lineales, poco coherentes en lo profundo de nosotros mismos. Y precisamente esa sensación al mirar hacia adentro de que en un momento podemos dejar de ser un miembro estereotípico de ese grupo, con esas cualidades y con ese soporte que da el colectivo si pensamos, sentimos o hacemos diferente a lo que se espera, nos llena de una tensión que a menudo no nos podemos permitir.

Dependiendo del grupo y de lo inflexible de su naturaleza, solo pensar de uno mismo que puede no ser, por ejemplo, tan tolerante como allí se espera, o tan firme, tan empático, tan competitivo, tan implicado o tan políticamente correcto, es una confrontación directa e íntima a quiénes somos y a nuestra pertenencia a dicho grupo.

Inmediatamente esto nos lleva a los posibles castigos que el grupo emitiría si esa parte sombría se hiciera pública. De una forma muy sutil y casi sin tener que hablar de ello, cuando este temor es creciente y se comparte entre un número suficiente de personas de un grupo, no es de extrañar que empiecen los cuchicheos sobre lo «mal miembro del grupo» que es tal o cual persona, y lo alejado que está de los ideales de «quienes somos». Si con eso no basta para apaciguar nuestra propia tensión, es fácil que se congregue a más personas, e incluso que se tomen acciones, públicas, para «meter en cintura» a quien encarna lo que «no somos».

Desafortunadamente para el elegido, poca cosa puede hacer cuando un grupo entero trata de limpiarse de este modo, porque entonces dejarán de verle como individuo, será difícil impactarles y poco a poco las cualidades que éste comparte con el resto le serán arrebatadas, o ninguneadas hasta empujarlo al otro lado y entonces, sin que ya sea parte propia, de un modo u otro, deshacerse de él o ella, no es tan grave.