IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Trastienda 2.0

Si hay algo que nos hace humanos, desde mi punto de vista, es la incongruencia, la inconsistencia entre las guías con las que nos regimos como grupo, pero también como individuos –o quizá solo sea mi característica favorita–. Cuando nos hacemos conscientes de nuestra inconsistencia ocasional o sostenida, ésta nos enfrenta con nuestras partes inexactas –y espontáneas–, con virajes incomprensibles e inesperados que nos sorprenden, pero que se hacen efectivos de la manera más creativa, a pesar de los planes calculados, las decisiones tomadas y, en particular, cuando las circunstancias se hacen mayores que uno mismo o una misma. Hacemos lo inesperado en el momento menos oportuno –o en el más– y, cuando lo hacemos, tratamos de caer de pie, incluso aunque no sepamos por qué hemos actuado de uno u otro modo. Es como si en la trastienda de nuestra mente hubiera una función encargada de velar por el equilibrio pase lo que pase y, si lo que pasa es algo incongruente con lo anterior, por lo menos con la lógica anterior, dicha función se encarga de encajarlo de algún modo, sin permitir la incongruencia demasiado tiempo.

En particular, cuando algo nos duele o nos hace sufrir, lo primero que se hace es tratar de minimizar el contacto con aquello que nos duele, aislarlo para que no lo inunde todo y evitar que el dolor se extienda. De aquí que hayamos adoptado la creencia de que no hablar de lo que duele nos evita sufrimiento, incluso cuando no hacerlo implique no resolverlo; pero es que, estar en contacto con lo que duele todo el tiempo es insoportable y también contraproducente. En particular, si las relaciones de alrededor tampoco nos dan respuesta o, simplemente, cuando no pueden hacer nada.

Y el primero en aislarse es nuestro cuerpo; si no lo hiciera durante un rato, la emoción nos haría estar demasiado alerta durante demasiado tiempo, lo que generaría una serie de desajustes fisiológicos perjudiciales incluso para la salud general (por ejemplo, aumento constante de las hormonas del estrés en la sangre, con su consiguiente efecto limitante en el pensamiento, la memoria, la planificación… O en la movilidad muscular). Y durante ese tiempo solemos preferir vivir a solas esa parte emocional de los trances de la vida, para evitar que nos toquen demasiado donde duele. Este “estado de congelación” nos protege lo suficiente para que aquella función de la que hablábamos más arriba coja fuerzas. Incluso cuando algo cambia para mejor, el impacto del cambio genera algo similar; en particular, porque la alerta surge ante lo desconocido. Lo que dejamos estaba, de hecho, satisfaciéndonos, mientras que la satisfacción de lo que vamos a buscar es todavía una hipótesis por probar; así que, hasta que sea suficiente la acumulación de pruebas a favor de la hipótesis, la idea va a tener que competir con el hecho.

Parece incongruente no quejarnos cuando duele o celebrar cuando logramos algo deseado, pero estas respuestas inesperadas no dejan de seguir una lógica interna de autocuidado o, por lo menos, de un intento de hacer que los cambios sean paulatinos, que evolucionen a un ritmo tolerable en lo referente a la continuidad de la vida, de nuestras guías. Éstas las hemos elegido o se nos han establecido a través de las experiencias, pero el marco de referencia que usamos está ahí por alguna buena razón, una de peso, al menos, y por tanto, esa función de trastienda se empeña en defenderlo de las alteraciones. Por eso, al ver reacciones o comportamientos que no entiendo, a menudo pienso en de qué manera suponen una forma de mantener el equilibrio. Si allá, al fondo de la mente de esa persona, en un lugar que no está a mi vista, lo que aparenta ser errático para mi mirada parcial es imprescindible para que el suelo no se mueva demasiado debajo de esos pies.