IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

El difícil arte de dejar que se hagan cargo

Cuando pensamos en adolescentes nos vienen un montón de imágenes y características a la cabeza, casi siempre mediadas por esa mirada cultural sobre esa etapa. Son imágenes a menudo asociadas a comportamientos desafiantes, al límite incluso; a la labilidad emocional, la experimentación, la indecisión, los cambios de aspecto; pero no tanto al apasionamiento, el compromiso, la amistad o la potencialidad, cualidades propias también de esta etapa de desarrollo.

La adolescencia es probablemente la temporada más convulsa en lo que a los cambios internos se refiere; no hay otro momento en el que el cambio físico y psicológico sea tan radical y evidente como en esa etapa. Lo cual, por otro lado, a menudo trae de cabeza a los que están alrededor, particularmente a las personas adultas. Estas luchan por establecer patrones en cómo se comportan, hablan, sienten y se expresan; y para cuando piensan que son capaces de fijar algo, el o la adolescente ya se ha movido de sitio, lo cual puede resultar desesperante. En particular, puede ser frustrante cuando los adultos nos empeñamos en hacer algo “sobre” ellos, como guiarles, convencerles, motivarles, limitarles, cambiarles, modularles... Verbos en los que el muchacho o la muchacha son el objeto directo de la acción. Y es ésa una de las sensaciones que a veces entra en conflicto directo con el objetivo número uno de esta etapa para ellos: ser sujetos de su propia vida.

Quizá para entenderlo hay que dar un paso más atrás: durante décadas, la visión que hemos tenido de la infancia como una época de desvalimiento, en la que los adultos tenemos que dotar a los niños y niñas de lo que aún les falta para convertirse en autónomos, nos ha despistado de otra de las tareas fundamentales de la crianza, mucho menos conocida o ejercida: conocer a esa persona. Cualquier padre o madre puede decir «yo conozco a mi hijo, a mi hija», pero, al mismo tiempo, llegada la adolescencia, es habitual oír «... pero no me cuenta nada». Si ayudarles en la adquisición de la autonomía tiene éxito, el niño y la niña descubrirán y vivirán cosas autónomamente que les cambiarán, les harán pensar, crear explicaciones del mundo, visiones de la realidad que se parezcan o no a las que recibe en casa. Al llegar a la adolescencia, habrá sucedido esto en múltiples ocasiones, así que, cuanto antes podamos interesarnos en la mirada creciente del niño como sujeto de sus vivencias en lugar de como receptáculo de experiencias u objeto de nuestras intervenciones, más libertad les daremos para expresar su mirada íntima y, por tanto, hacer más posible el contacto de verdad, sin estratagemas.

La mirada íntima es vulnerable, arriesgada, cambiante todavía –porque todos conocemos la pose egocéntrica de quien se afilia a un pensamiento tentativo, y necesita desacreditar el del otro–, pero nueva todo el tiempo. Necesitará, por tanto, espejos, escenarios en los que expresarla, y la relación con los padres, debería ser un espacio seguro donde hacerlo. El error es escuchar la vehemencia como el brote de una futura conversión al radicalismo o la labilidad como una incoherencia reprochable, o una muestra exclusiva de egoísmo. Ayudarles a ser responsables de sus vidas implica forzosamente conocer quiénes son más allá de nosotros, que estamos cerca, conocer quién se va condensando al fondo de esa niebla de indecisiones y ser conscientes de que esto “está pasando todo el tiempo”. Si conseguimos mantener nuestra integridad mientras ellos flotan, pululan y se estrellan o triunfan, sin etiquetarles como no nos gusta que ellos hagan con nosotros, tarde o temprano habrá un encuentro; uno deseado por ambos y que esconde el arte de la relación: estar presente con el otro.