IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Tener tiempo para despedirse

A nadie le gusta despedirse, por lo menos de aquellas personas que han sido importantes, queridas y parte de la vida de uno durante el tiempo suficiente como para crear un vínculo cercano. Despedirse de alguien relevante implica un enorme cambio, entre otras cosas porque la fuente de satisfacción de las necesidades que representaba simplemente desaparece. Y normalmente, no nos sobran.

Sin ánimo de simplificar, compartir la vida con la gente con la que decidimos hacerlo implica que, durante ese rato, estamos satisfaciendo un tipo de necesidades que solo se pueden cubrir con el encuentro, con el contacto con ellas. Ni distraernos, ni estimularnos, ni estudiar o trabajar, ni hacer mucho ejercicio, ni comer sano y descansar van a lograr hacernos sentir valorados por ser quienes somos o saber que tenemos con quién contar; no, eso solo sucede en relación con otras personas. Por eso, cuando hay que poner fin a una relación importante, nuestra reserva de bienestar interpersonal se pone en riesgo en su totalidad.

Esa persona que se va, o si nosotros nos vamos, deja de aportar su manera única de hacernos sentir lo que describíamos más arriba y, en función de la cercanía, la intimidad o la duración de la relación, el flujo que deja de entrar en nosotros puede suponer un tambaleo para la vivencia de equilibrio, serenidad y arrope de la vida en general. Así que, ¿quién querría sentir algo así si puede evitarlo? Si es uno o una quien se va, ¿no es mejor simplemente hacer luz de gas? ¿Irse por una puerta de atrás sin hacer ruido? Al fin y al cabo, ojos que no ven, corazón que no siente… Pero ese hueco que deja, ese río que ya no fluye… Ése sí que se siente.

Aún con todo, tomarse el tiempo y la energía para decir adiós, incluso cuando uno o una no querría, es un esfuerzo que va a dejar un sabor de boca muy diferente al marcharnos finalmente, y nos permitirá “cerrar”. Aunque quizá lo que más necesitamos cuando se da el final de una relación sea lo que menos queremos, y entonces pensamos: «Quizá si no me despido no tengo que cerrar nada, y puedo seguir creyendo mágicamente en la posibilidad –por remota o irreal que parezca–, de que esta relación no se termine».

Porque, por supuesto, cuando no es elegida y se nos impone, o incluso cuando la elegimos y no se nos impone, esquivar la idea definitiva de que también lo valioso acaba es toda una tentación, y tan humana… Pero hay otra opción: podemos honrar la relación que sí ha tenido sentido todo este tiempo. Podemos mirarnos a los ojos por última vez –aunque esa última vez dure semanas o meses– y hacer balance, decir la verdad sobre lo que ha supuesto compartir la vida este tiempo, y quizá también hablar de las sombras que ha habido y que está bien que se vayan junto con lo demás.

Tomarnos el tiempo para apreciar lo que queda en nosotros después de abrir los canales de la intimidad al otro, de elegirle, y quizá agradecerle todo ello. Podemos hablar de cómo imaginamos la vida después, de lo que echaremos de menos y de lo que nos alegraremos de no tener que hacer más. Podemos hablar de cómo hemos cambiado, de los sueños que teníamos al conocernos hace tiempo y de cómo han cambiado.

Podemos compartir los nuevos sueños que esperan más allá de lo que ha sido y, por supuesto, podemos llorar por no vivir más lo que ha sido tan valioso. Pero también reír, precisamente porque lo ha sido. Sobre todo, podemos compartir lo que queremos quedarnos, en un ritual de intimidad del que nos llevaremos para el resto de la vida la esencia de lo vivido durante este tiempo… antes de irnos, cada uno por su lado.