DAVID BROOKS
IRITZIA

La línea

Hay otra línea que se está cruzando, una muy clara y definida, respecto a las personas de ambos lados de la frontera entre Estados Unidos y México. Una línea que define si aún existe una conciencia o si ya estamos tan abrumados a tanta violencia, tan acostumbrados al horror, que no reaccionamos ante esta barbaridad. Otra más. Estos niños y niñas son encarcelados temporalmente –a veces eso implica varios meses y, en algunos casos, más de un año– en centros de detención, mientras la burocracia busca colocarlos en hogares, frecuentemente con familiares, si éstos existen y se atreven a presentarse, porque corren el riesgo de ser detenidos si no tienen papeles.

En algunos de estos centros, los niños y niñas separados de sus padres, o los que han llegado no acompañados, viven con cientos de menores esperando ser procesados. Se les ofrecen algunos servicios médicos y hay cientos de oficiales que muestran compasión hacia ellos, porque, a fin de cuentas, son niños enjaulados, sin sus padres, algunos de ellos menores de 4 años.

Cabe señalar que todo esto no empezó con Trump, sino que hace unos años, frente a la llamada “crisis de los menores de edad” que llegaban solos, sin compañía de sus progenitores, el Gobierno de Barack Obama los comenzó a alojar en centros de detención, aunque no se llamaban formalmente así. El “Arizona Republic” consiguió en el año 2014 algunas de las primeras imágenes de un centro de detención especializado en niños y niñas en Nogales, donde se les veía durmiendo en el suelo de un almacén organizado en jaulas. Ahora la política oficial consiste en separar a los menores de edad de sus familias cuando cruzan la línea fronteriza con México. Hoy en día, estos centros han llegado a un 90% de su capacidad, y las autoridades están buscando nuevos lugares donde depositar a los menores de edad, porque pronto no quedará espacio. Entre las opciones barajadas están algunas bases militares.

Se han producido protestas en decenas de ciudades de EEUU, organizaciones como la Unión Americana de Libertades Civiles y otras más han impulsado diversas demandas legales ante los tribunales nacionales y hasta en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, mientras que otros promueven peticiones o campañas ante el Congreso con el objetivo de exigir el fin a esta prácticas.

Pero ante la crueldad extrema de esta política –y sus obvias consecuencias, al traumatizar a refugiados e inmigrantes que huyen de la violencia, atraviesan uno o varios países en condiciones extremadamente peligrosas, solo para ser criminalizados y separados de los hijos que buscaban proteger bajo el régimen de Trump–, se esperaría una respuesta mucho más masiva y universal, tanto aquí como en los países de donde provienen o cruzan, ¿o no? No es necesario hacer un gran esfuerzo para imaginarse –está detallado en reportajes y hasta fotografiado– sus gritos de angustia, de dolor, de terror. Una y otra vez, agentes de migración, algunos que, se supone, también tienen hijos, están arrebatando a niños de los brazos de sus madres. Cuando acaba su jornada laboral, y cuando vayan a casa a cenar con sus familias, algunos seguramente abrazarán a sus hijos, porque solo están cumpliendo órdenes de Washington. Muchos han comentado –incluso familiares de víctimas– que esto mismo hacían los nazis. Una pancarta en una protesta reciente señalaba: “Por favor, no seamos buenos alemanes”, en referencia a cómo oficiales, burócratas y militares de bajo rango nazi justificaban sus crueles tareas argumentando que eran gente patriota y «buena» que «solo» estaba cumpliendo órdenes. En este sentido, urge leer de nuevo a Hannah Arendt.

«El peor terror que un niño puede padecer es ser arrebatado a sus padres. ¿Niños rubios con ojos azules jamás serían tratados tan brutalmente en nuestras fronteras? No, el trumpismo es racismo. Dios mío, ¿en qué nos hemos convertido?», preguntó en Twitter el actor y cómico Jim Carrey quien, como otros muchos cómicos, se ha convertido en portavoz de la conciencia en este país.

Tristemente, este tipo de prácticas no son nuevas en EEUU. Miles de niños de comunidades indígenas fueron separados por las autoridades y enviados a “escuelas de indios”, a miles de kilómetros de sus pueblos, donde sistemáticamente se anulaba su idioma, su cultura, su historia, a veces acompañando el proceso con castigos físicos y abusos de todo tipo. Una práctica que empezó en el siglo XIX y se extendió a lo largo de un siglo hasta 1970. También los hijos de los esclavos africanos y sus descendientes fueron robados a sus madres por sus “amos”. «Día y noche, uno podía escuchar a hombres y mujeres gritando... sus familiares les eran arrebatados sin ningún aviso... La gente se estaba muriendo continuamente con el corazón roto», recordó en una entrevista en 1938 una mujer, testigo de las subastas de esclavos. Un ex esclavo narró en 1849 cómo, antes de que la madre fuera vendida al postor más alto, «un niño fue arrebatado de los brazos de su madre ante los chillidos desgarradores de madre e hijo, por un lado, y las declaraciones amargas y latigazos crueles de los tiranos por el otro». Es uno de los testimonios que recoge la exposición del Museo de Historia Afroamericana del Smithsonian (Washington), titulada “Tiempo de llanto”.

No, no es algo nuevo, pero sí ha llegado el momento en el que uno tiene que decidir sobre si ya se ha cruzado o no una línea que debería ser absoluta e inamovible, porque son nuestros niños y niñas, hijos e hijas de todos, de ambos lados de la frontera.