Pablo L. Orosa

Los otros emigrantes de África

Cocineros, ingenieros, diseñadores. Cada año miles de jóvenes africanos dejan sus países para desarrollar sus carreras profesionales. Algunos deciden quedarse en Europa, otros prefieren retornar para seguir conquistando el futuro en África.

En Nairobi los domingos amanecen tarde. Más allá del mediodía. Pasan unos minutos de las dos de la tarde y la sesión de música electrónica resuena dentro del K1, el epicentro de la bohemia cultural de la capital keniana. Un grupo de jóvenes vestidos con ropa de marca y gafas de sol prepara una sesión de fotos, mientras una muchacha con los labios rojos y un sombrero de copa da la bienvenida a los recién llegados. Adentro, junto al escenario que sonará a jazz cuando el sol empiece a rendirse, las bandejas con carne a la parrilla, hamburguesas gourmet y dulces de chocolate recién horneados van conquistando las mesas una tras otra. Los turistas, algunos quizá sorprendidos por la vitalidad creativa de la África de la que no hablan las noticias, no dejan de sacar fotos: al pasadizo de paraguas de colores, a la colección de jabones naturales, al vestido estampado de la última colección.

«Esto también es África», afirma Sheila con el orgullo y el ron del último cóctel abriéndose paso entre sus ojos oscuros.

Aquí, dentro del muro de grafitis, las guerras, los campos de refugiados y la hambruna quedan demasiado lejos. A veinte minutos en coche. El tiempo que separa los barrios adinerados de la capital de los slums de Kibera o Eastleigh. Pero esto no deja de ser un mundo de distancia en un continente tan fugaz como el africano. Aquí, en la otra África, tres carteles cuelgan sobre la fachada de un nuevo rascacielos que está levantando una compañía china. Uno habla de la magia de París. Otro de las oportunidades de Londres. El tercero de los sueños que esconde Nueva York.

¿Te gustaría ir?

«¿A quién no?». Los primeros acordes del Paradise de Coldplay interrumpen su respuesta.

Los que se quieren ir. Un 91% de los jóvenes kenianos ama a su país. Pero uno de cada cuatro tiene pensado dejarlo para buscar una oportunidad en Europa o Estados Unidos. «Si irme de aquí me da una opción para crecer profesionalmente, lo haré», asegura Melody Bissierih, 23 años y un grado en administración y dirección de empresas por la Universidad de Nairobi. El estudio “Next Generation Kenya”, publicado el pasado abril por el British Council, alude al desempleo (67%), los abusos con alcohol y drogas (30%), la falta de acceso a un buen sistema educativo (22%) y la corrupción (10%) como las principales preocupaciones que empujan a los jóvenes a abandonar el país. «En Kenia, para conseguir un buen puesto de trabajo hace falta una especialización, mejor si es internacional. Eso o un buen contacto», bromea la joven traduciendo los números a realidades.

En un continente en el que la juventud es mayoría –los diez países con las poblaciones más jóvenes están en África y hay casos como el de Uganda, donde el 49% de sus habitantes no superan los 14 años– no abundan las oportunidades para ellos. La tasa de desempleo entre los 15 y los 25 años en el África subsahariana ha oscilado entre el 12 y el 14% desde la crisis económica de 2008, frente al 9-10% del sudeste asiático. Las cifras del Banco Mundial no incluyen a los jóvenes empleados en sectores informales, que suponen hasta el 70% de todo el mercado laboral. De hecho, en Uganda el paro total entre los jóvenes alcanza el 62%, según un informe de ActionAid. Hasta el 83%, según el African Development Bank.

«El desempleo juvenil es el gran desafío para el continente», declaró en mayo de 2017 el magnate y filántropo nigeriano Tony Elumelu antes de inaugurar la reunión anual de la Africa Finance Corporation (AFC). Mientras muchos asistentes se afanaban por cerrar negocios multimillonarios con la construcción de infraestructuras proyectadas bajo el mandato de China, Elumelu puso el foco en los jóvenes. Porque buena parte de los problemas del continente están íntimamente ligados con la situación de la juventud. Y no hay solución que no pase por ellos: sin pobreza es más difícil que triunfe la radicalización o la delincuencia.

Sin embargo, el actual modelo económico se ha convertido en un agregador de miserias juveniles en las periferias de las ciudades: en lo que se tarda en leer este reportaje (pongamos 5 minutos) 650 personas, 130 por minuto, habrán dejado atrás sus aldeas siguiendo la promesa de una vida mejor en los entornos urbanos. La mayoría serán jóvenes. Y la gran mayoría nunca alcanzarán el sueño prometido. Este éxodo rural, el mismo que ha despoblado en las últimas décadas los pueblos del interior de la península ibérica, alimenta el desafecto y los estigmas de los que habitan las “Ciudades de Sombra”. Y es así como estos barrios periféricos, estos slums de cielos de hojalata, se transforman en un caladero para mafias y radicales religiosos: «Se aprovechan de la falta de empleo y de la situación económica. No podemos decir que sin pobreza no existiría –el reclutamiento de jóvenes para la yihad–, pero se reduciría bastante», asegura Alhman Abdulla, uno de los líderes religiosos de la comunidad musulmana en Mombasa, la segunda ciudad más importante de Kenia.

Moris Opiyo, 24 años y estudios de ingeniería, vive en unas de estas “Ciudades de Sombra”, tal y como fueron bautizadas por el escritor norteamericano Robert Neuwirht. La suya, en Kitintale, a las afueras de Kampala, tiene calles empinadas, de barro, piedras y basura, por las que esta mañana no se puede avanzar: el arroyo Bruno lo ha anegado todo. Moris, americana gris y camisa de rayas como los investigadores de las revistas de ciencia que lee en la biblioteca, no se amilana ante la lluvia. Su último proyecto, un contenedor creativo para formar a refugiados, está casi listo. «Diagnosticamos tres grandes problemas entre la población refugiada: desempleo, traumas y desesperanza. Nuestra idea es que ellos mismos descubran lo que quieren hacer con su vida una vez lleguen al campo», explica Moris. Sus ideas no tienen demasiados recursos materiales, apenas una habitación llena de humedades, una cama con mosquitera y comida para hoy, pero su potencial es infinito. Más en un país que acoge 1,3 millones de refugiados, el que más de todo el continente. «El contenedor piloto lo están montando ya en Bidi Bidi –el mayor asentamiento de Uganda– y contará con una sala de investigación con acceso a internet», rubrica con el timbre vibrante de los que creen en lo que hacen.

Aunque nació en una pequeña aldea al norte de Uganda, Moris lleva ya cuatro años en la capital ugandesa. Desde que empezó en la universidad. El verano pasado viajó a los Países Bajos para presentar otro de sus proyectos de innovación: un aparato para deshidratar frutas y conservarlas durante la temporada seca. «Me encantó Amsterdam». Incluso el frío, recuerda. El próximo paso es conseguir una beca para completar su formación en Europa. «Sería el primer paso».

Los que ya han ido. Después de la misa, Michael vuelve pronto a casa. Pide una ración de patatas fritas a domicilio y se tumba en el sofá. Quedan más de dos horas para el partido del Manchester United. Todavía hay tiempo para ver un par de capítulos de “Designated Survivor” en Netflix. El sonido histriónico de su teléfono móvil interrumpe el diálogo de los actores: una bomba estaba a punto de matar al presidente de los Estados Unidos. Al otro lado del teléfono, con el frío de Liverpool metido en los huesos, Nyaboke Mochama escucha lo que su marido le va contando de la serie. Es casi un spoiler. Hablan también de algunos familiares y de la situación política en Kenia. Más o menos como cualquier familia a la hora de la cena, solo que desde hace tres años sus conversaciones son principalmente cibernéticas. Nyaboke Mochama se mudó a Gran Bretaña en 2015 para completar un master en informática forense en la John Moores University de Liverpool. Antes incluso de graduarse con sobresaliente en 2016, ya estaba contratada en una consultora internacional.

«Trabajar aquí ha supuesto un cambio importante para mí. He experimentado lo que llaman ‘choque cultural’: me di cuenta de las diferencias que hay con Kenia, donde la gente es más abierta y comprensiva. Allí nos ayudamos unos a otros siempre que podemos; aquí es diferente, la gente es más independiente. No me di cuenta de que era ‘diferente’ hasta que vine aquí, donde se aplican reglas distintas en materia de inmigración o derecho al trabajo dependiendo de donde seas».

Pese a las dificultades, Nyaboke no dudaría en recomendarle a sus compatriotas que sigan su camino: «Les diría que vengan para conocer la cultura y algunas formas de trabajar, pero que después vuelvan a construir nuestro continente. Los retornados tenemos mucho que ofrecer, podemos aprovechar lo que hemos aprendido aquí para levantar África». En 2017, de los 25 millones de emigrantes subsaharianos viviendo fuera de sus países, un 17% lo hacía en Europa, frente al 11% que lo hacían en 1990. Los flujos hacia Estados Unidos también han aumentado, del 2% al 6%, especialmente entre los emigrantes mayores de 25 años y con formación superior a los que, según un estudio del Pew Research Center en 2015, les resulta más fácil encontrar un empleo acorde a su estudios en Norteamérica que en la Unión Europea. «Es más factible de primeras ir a Estados Unidos. Mi tía, por ejemplo, lleva más de veinte años en Florida. Después, una vez tengas el visado para trabajar en Estados Unidos, es más sencillo conseguir los permisos para ir a Europa», resume Melody Bissierih.

No obstante, y pese a la creencia imperante sobre la avalancha de inmigrantes subsaharianos en Occidente, el 68% de los que se marchan lo hacen para instalarse en un país vecino. Ciudades como Addis Abeba, Nairobi o Johannesburgo, donde el Chaf Pozi ejerce como reducto bohemio igual que el K1 en Kenia, se han convertido en auténticas metrópolis multiculturales: a Eastleigh, una barriada a las afueras de la capital keniana, se la conoce como “Little Mogadisho”, «pero últimamente también podrían llamarla Little Oromia o Little Saná», ironiza Said Abukar, uno de los líderes del barrio, aludiendo a la cantidad de inmigrantes etíopes y yemeníes que han llegado en los últimos tiempos.

Los que han vuelto. Las gafas redondas, de bibliotecario, de Yohanis Gebreyesus Hailemariam son las más famosas de Addis Abeba (Etiopía). Sus postres y sus innovaciones culinarias con base de teff (el cereal cultivado en Etiopía y que ha cautivado recientemente a los nutricionistas occidentales) lo han convertido en un icono del país. Hasta tiene un programa de televisión.

Criado en un entorno tradicional de la capital, Yohanis viajó al Estado francés para aprender los secretos de cocina de Paul Bocuse, el creador de la nouvelle cuisine francesa. Trabajó después en los más prestigiosos locales de California, hasta que en 2013 asumió la dirección del Antica, el más afamado de los restaurantes de la capital etíope. Mi misión, declaró el propio cocinero a su vuelta al país, es «dar a conocer internacionalmente los Terroirs de la gastronomía etíope y reclamar su lugar junto a la francesa» como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad. Le queda un largo camino, pero Yohanis es ya todo un referente del movimiento re-pat.

«Es triste ver que la gente en Europa sigue pensando que en África somos todos pobres o terroristas. África es mucho más. Tenemos que reivindicar el orgullo de ser africanos y mostrar lo que podemos ofrecer al mundo. Se trata de cambiar la narrativa que hacemos sobre África», exhorta Michelle Ntalami, otro de los iconos de la diáspora retornada. Tras completar su formación en diseño de interiores en Italia, «la cuna del arte», volvió a su Kenia natal para lanzar en 2015 la primera empresa de la región de productos naturales para el cuidado del cabello: «Son champús y productos pensados para el pelo de las africanas, porque nuestro cabello es distinto al de las occidentales y por eso no es recomendable usar productos comerciales con muchos químicos sino aprovechar lo que la madre tierra nos ofrece».

En poco más de tres años, cuenta ya con una tienda física y diez trabajadores, un éxito comercial que ha llevado a Michelle a programas de radio y televisión: «Es un ejemplo para muchas jóvenes», apunta Sheila, quien hace unos meses que ha puesto en marcha su propio negocio de compra-venta de ropa. El emprendimiento es la nueva moda entre la clase media.

Más allá de los números, el verdadero éxito de Michelle Ntalami es su entusiasmo por cambiar las cosas. Por mejorarlas. Ya en el año 2013, cuando todavía no había viajado a Florencia, fue una de las primeras jóvenes en pasearse con su pelo corto, natural, por los locales nocturnos de Westlands, uno de esos barrios con restaurantes franceses y terrazas colgadas sobre el cielo de Nairobi donde las jóvenes lucen extensiones para intentar ser como las chicas que ven en las revistas. «Al principio la gente nos miraba. ‘¿Estáis locas?’, nos decían. Pero aquella fue nuestra pequeña revolución».

En 2016, ya bajo el paraguas de Marini Naturals, convenció a más de 500 mujeres, entre ellas algunas modelos y actrices, para que se dejaran crecer su pelo natural: «Yo no tengo nada en contra de que lleven pelo artificial, solo trato de mostrarles lo bello que puede llegar a ser su propio pelo, porque creo que nos han lavado el cerebro: las jóvenes ven la televisión y las películas y creen que es eso lo que se espera de ellas».

¿Y todo esto lo habría logrado si no hubiese salido de Kenia?

«No lo sé….Probablemente sí», continúa tras apurar el último trago de refresco. «A medio plazo, creo que lo habría logrado, pero me habría llevado mucho más tiempo darme cuenta cómo hacerlo. De lo que estoy segura es de que viajar y trabajar fuera cambia tu mentalidad, tu forma de ver el mundo».

Así lo hizo con el chef Yohanis. Y con Michelle Ntalami. A Kya, uno de los acróbatas más importantes del circo Fekat Circus, pasar ocho meses recorriendo Myanmar con otra compañía circense le ayudó a entenderlo todo. Lo que quería para el mundo. Y lo que quería para él. Volver al Piassa, el barrio italiano de Addis Abeba donde huele al café del Tomoca y al almíbar de las baklava recién horneadas, para enseñar a los más jóvenes a conquistar el futuro sobre los escenarios. Pero también seguir viajando con el circo. Llevando África al mundo y el mundo a África: «Nosotros tratamos de mostrar las culturas de África como no las habían visto nunca antes».