IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Más tarde, si eso

Las vacaciones no son precisamente el momento para hablar de obligaciones, sin embargo, es el momento ideal para comprobar que dejar las cosas que nos apremian para más tarde no es solo algo exclusivo de los meses oficialmente productivos. Son las diez de la mañana y hay que sentarse delante del ordenador un rato a organizar las facturas, porque ya hace unas semanas que nos las pide la asesoría; pero algo habrá que comer hoy, así que voy a bajar al mercado un momento a comprar y veo qué está fresco. Y así podríamos continuar hora tras hora hasta terminar dejándolo para otro día.

Este ejemplo es un tanto banal pero el resultado puede llegar a ser desastroso, en particular cuando el tema no gira en torno a «esas facturas» sino a «esa cita médica para revisarme el bulto que me noto». Dejarlo para más tarde llega a tener algo de falta de cuidado para con uno mismo, una misma; incluso de agresión, si acaso inintencionada. Quizá no es tan claro al principio, pero el resultado suele ser negativo; a sabiendas. También como parte del proceso está la negación, uno de los mecanismos de defensa más habituales ante lo que no nos gusta o nos hostiga. Descontamos la importancia de la tarea o del resultado, también de la urgencia, y se añade un cierto pensamiento mágico en el que no habrá consecuencias o serán leves. Entonces, como complemento de acción, realizamos una tarea tras otra, de mayor o menor relevancia, que nos aleje de lo que tenemos que hacer y al mismo tiempo no nos descuelgue del todo y nos dé una sensación de estar haciendo algo que nos cuesta. Como si sustituyéramos una obligación por otra, al hacerlo despistamos a la voz interna que nos recuerda que esto o aquello nos queda por hacer.

Otro aspecto de este problemático proceso es la evitación de un cambio de estado mental. Pasar de un estado de cierta laxitud, de inmediatez, a otro de esfuerzo en el que tenemos que hacernos cargo de algo que nos llevará tiempo y cuya resolución no está garantizada según lo deseado.

Todos estos ingredientes dan como resultado una experiencia de división interna, una escisión más allá de la pura vagancia, ya que, a posteriori, la culpa atenaza y el dejarlo para después no se disfruta ni es indiferente. Para poder cambiarlo, podemos usar la metáfora de las bifurcaciones en un camino, ya que, a medida que avancemos en el proceso descrito más arriba, más a mano estará seguir negando, y ponernos creativos para buscar esas otras "obligaciones" sustitutas.

Cuanto antes tenemos que pensar en la importancia de lo que nos hemos propuesto hacer, pero la importancia para sí: por qué lo quiero, y cómo me voy a sentir si consigo concluirlo. Mantener este pensamiento en lugar de empezar a fantasear con lo que nos va a costar, nos ayuda a coger la primera bifurcación hacia la consecución. Una de las claves es mantenerse en ese camino en la línea del aquí y ahora, sin perder el pulso de lo que queremos. En estos casos, centrarnos en los objetivos sin empezar a sugestionarnos sobre la dificultad o el cansancio, es fundamental.

El dilema principal no deja de ser el que hay entre lo que quiero y debo hacer, como si estos fueran antagonistas, como si nunca pudieran aunarse. Quizá esa sea otra bifurcación, la de extrañar o en cambio reconciliar esos dos conceptos –y sus sensaciones asociadas–. Hacer algo que debemos hacer no tiene por qué convertirse en una bota sobre la cabeza; si nos viene bien, nos beneficia más profundamente. Por último, aunque no menos importante, es decisivo decir que no, pedir a otros que esperen a que terminemos con lo nuestro, y lidiar con las pequeñas decepciones de otros cuando nos priorizamos a nosotros mismos, a nosotras mismas.