IGOR FERNÁNDEZ
PSICOLOGÍA

Caer de pie

Son las cuatro y media de la tarde, hemos terminado de comer en la cita más difícil de todas: reunir a los viejos amigos de la cuadrilla después de mucho tiempo intentándolo. Estamos satisfechos, charlando con el café, cuando alguno de esos temas flotantes precipita en una conversación encontrada, los puntos de vista distantes y quizá, con el acaloramiento del vino, termina por evidenciar dos posturas contrapuestas que a lo largo de la próxima hora van a seguir una deriva similar aunque de signo contrario, hasta la disolución de las mismas en el cansancio general y un urgente y ortopédico cambio de tema para evitar males mayores.

Cualquiera de los que estamos a un lado u otro de estas líneas hemos presenciado o participado de escenas similares en más de una ocasión. Al principio todo empieza con un comentario en alto, que se lanza al ambiente, ya con ánimo de impactar. Normalmente se trata de alguna afirmación categórica y totalitaria que suena a sentencia en el tono, y que, de algún modo, se sirve del dicho “el que calla, otorga” para ostentar cierto grado de poder sobre los demás. Entonces, si nadie dice nada, queda implícito que aceptamos como grupo lo dicho, cosa por lo general poco habitual –y poco entretenida para quien lanza ese primer mensaje, si estamos de acuerdo, esto no es estimulante–, así que alguien coge la alternativa y empieza el juego.

Lo llamo juego porque casi se trata de una situación cuyo desarrollo conocemos de antemano y cuyo resultado, con ligeras variaciones, también conocemos. Sabemos, a partir de ese momento, que no se va a tratar de una discusión en la que la dialéctica tenga el poder de crear una postura o pensamiento nuevo en torno al tema de conversación; no se va a confeccionar una postura híbrida, ni realmente vamos a tratar de esclarecer o conocer algo más de la cuestión, simplemente, vamos a discutir. Lo llamo juego porque también van a establecerse bandos claros, probablemente coherentes con otros bandos del pasado entre ese grupo de amigos, y no necesariamente basados en la afinidad con un tema u otro sino con la afinidad personal, también es un juego porque en cierto modo hay competición, hay un intento, como decíamos, de ejercer poder sobre el otro y que la postura prevalezca, dejar sin palabras o el famoso “dar un zasca” se vive como una victoria, más que como un avance en lo que estamos discutiendo.

También es un juego porque en el fondo, al igual que un balón de rugby no tiene valor en sí mismo más que cuando está en juego y sirve a una función muy concreta, al tema de discusión a menudo se le quita su valor real para convertirlo en un objeto con el que jugar, competir, poseer, y ganar. Si lo que nos importara en estos casos fuera aprender algo, probablemente buscaríamos mayor consenso. Pero no; los argumentos externos a la conversación o los comentarios tangenciales que aportan una tercera vía, son habitualmente rechazados por ambos bandos, e incluso llega a enfadarles el intento de calmar los ánimos o de mediar, lo cual les aleja de su objetivo, les suena tan estúpido como que alguien diga “no golpees tan fuerte el balón, que lo vas a pinchar”.

Finalmente, para las seis de la tarde, los bandos suelen estar agotados, el aburrimiento de los no implicados directamente hace que se formen nuevos corros de conversación, más relajados e incluso jocosos, y poco a poco, el juego deja de tener participantes necesarios que han operado como público. Si el juego continuara ya sería un uno contra uno, y en el fondo, esos dos individuos no se hablarían así en la intimidad, cara a cara. Solo el altavoz de la posible repercusión en los otros les hacía seguir, ya que, en el fondo, el juego tenía una dimensión social, algo así como cuando los niños dicen: «Vamos a jugar a lo que yo digo». Son las seis y media: «Bueno, ¿recogemos y nos vamos?».